martes, 20 de diciembre de 2011

Pedro Gerardo Beltrán Espantoso

La verdadera realidad peruana

Me llama el Presidente Prado

Tras haber fracasado el propósito del dictador Manuel Odría y de sus amigos del “Partido Restaurador” de impedir un proceso electoral libre en el Perú en 1956, se celebraron los comicios. El candidato Manuel Prado obtuvo entonces la votación más elevada. Diecisiete años antes ya había llegado por primera vez a la presidencia de la República, pero de una manera distinta, pues su antecesor, el Mariscal Benavides, tampoco era muy inclinado a permitir elecciones libres.

Prado confirmó lo que se esperaba de él. Puso en evidencia un espíritu francamente democrático. Al iniciar su período, terminaron los días de las prisiones y las deportaciones políticas, de interferencia oficial con los sindicatos -cuyos comités directivos, en la época de Odría, no podían siquiera reunirse sin la presencia de la policía de investigaciones-, de las restricciones a la libertad de prensa. Los periódicos disfrutaron así de absoluta libertad. Desde el punto de vista político el contraste con el gobierno anterior era terminante.

Pero no ocurrió lo mismo en el terreno económico. Continuó el desequilibrio presupuestal. El Banco de Reserva hubo de seguir emitiendo los billetes necesarios para atender los gastos excesivos de un presupuesto deficitario. Al no producirse una rectificación, la economía tenía que ir de mal en peor. Todo encarecería, y se agudizaba el descontento general.

Al amparo de la irrestricta libertad existente, La Prensa, el diario que yo dirigía, llamaba la atención sin ambigüedades sobre los peligros del camino francamente inflacionista, que seguía el Gobierno. Nuestros editoriales sobre el tema se repitieron cada vez con mayor insistencia. Iban derechamente al fondo del problema, y atacaban sin miramientos el déficit presupuestal y el procedimiento de saldarlo por medio de emisiones de billetes del Banco de Reserva. Nunca se ha aclarado si fue La Prensa o su hermano menor Ultima Hora, la que acuñó la expresión “la maquinita” para describir la financiación inflacionista.

Se intensificaba la inflación mientras cundía el desconcierto y la desconfianza. Bajaron las reservas de moneda extranjera hasta agotarse y el gobierno tuvo que recurrir al Fondo Monetario Internacional, mientras continuaba desoyendo las voces de alarma de La Prensa que indicaba, con toda claridad, adónde se conducía la economía del país. El Gobierno se limitaba a aseverar que no permitiría la devaluación del sol ni, por tanto, el encarecimiento de la moneda extranjera. Al decir tal cosa, en realidad se encerraba en un callejón sin salida. Al agotarse la limitada cantidad que podía darle al Fondo Monetario Internacional, se le cerrarían todas las puertas. El dólar subió con rapidez y llegó a cotizarse a más de 32 soles.

La situación en general empeoró, y comenzaron a oírse los rumores sobre la inminencia de un movimiento para derrocar al Presidente Prado, pues la situación se volvía propicia a la interrupción del orden constitucional.

Fue a estas alturas que el segundo vicepresidente del Gobierno de Prado, Carlos Moreyra Paz Soldán, íntimo amigo de aquél y asimismo amigo mío de toda la vida, me sondeó sobre si aceptaría un cargo del Gobierno como Primer Ministro y Ministro de Hacienda.

Esta propuesta coincidió con un surmenage causado por un trabajo muy intenso que realmente hacía imposible que yo pudiera asumir entonces una responsabilidad tan exigente. El doctor Víctor Alzamora Castro, eminente especialista cardiólogo, con quien entonces me veía a menudo, me aconsejó terminantemente no aceptar el cargo de manera alguna porque no estaba en condiciones de salud de hacer frente a -como él decía- “un toro tan bravo”. Esa fue, por consiguiente, mi respuesta a la gestión de Moreyra.

Quiero aclarar que mi agudo surmenage se debía a que yo trabajaba entonces, literalmente, día y noche en terminar la minuciosa revisión del Informe sobre la Vivienda de la Comisión que el propio Presidente Prado había nombrado en su primera semana de gobierno y que yo presidía. Ya habían transcurrido tres años desde la iniciación del nuevo régimen, y parecía que la situación se había tornado insostenible.

Cuando concluí esa intensísima labor y había descansado suficientemente para reponerme de esa crisis temporal, el problema fiscal continuaba agudizándose. Carlos Moreyra vino nuevamente a reiterarme los deseos de Prado para que yo asumiera la presidencia del Consejo de Ministros. El doctor Alzamora no mantuvo esta vez su veto, pero tampoco me recomendó la aceptación. “Mejor sería que no se comprometiera usted”, me dijo entonces. Finalmente, Carlos Moreyra me transmitió la invitación expresa del Presidente para que fuera a verlo al Palacio de Gobierno.

La entrevista puso en evidencia las dotes políticas del Presidente. Apenas me reuní con él en su oficina de Palacio, Prado comenzó a explicarme que la situación era muy mala y que no necesitaba decírmelo, porque seguramente yo lo sabía mejor que él. En realidad, me dijo francamente, que si las cosas no estuvieran tan mal, no me habría llamado, porque sabía que le contestaría con una negativa. Pero agregó: “Tú no quieres que haya más revoluciones. Pues ésta es la oportunidad para que ayudes a evitar una. Para ello, se necesita alguien que domine el problema y que esté decidido a resolverlo. Yo apoyaré sin titubear lo que, a tu juicio, deba hacerse”.

Me puso así contra la pared. Prado estaba entonces en su mejor forma política. No dijo una sola palabra de queja sobre la campaña opositora de La Prensa. No personalizó ni mostró el resentimiento más leve sobre nuestros insistentes y explícitos reparos a su gestión. Claramente, sólo le interesaba salvar del naufra-gio al régimen constitucional.

Ese era también, por cierto, su deber. Fue la suya una actitud aleccionadora que jamás debería olvidarse. En el Perú nunca han faltado ambiciosos, incapaces de desperdiciar una oportunidad de sacrificar el orden constitucional y democrático a sus intereses personales, sin importarles pasar por encima de sus propios juramentos. La única preocupación, antes de sublevarse, es comprobar si el gobierno es suficientemente impopular para que parezca fácil rebelarse con éxito, sin tener que hacer frente a una reacción peligrosa.

El Presidente Prado y yo pasamos a discutir los cambios en el Gabinete. En cuanto a la línea política en materia económica y fiscal, me anticipó, sin reticencias, su aprobación a cuanto yo quisiera hacer. Quedé en contestarle. Después de mucho pensarlo, me pareció mi deber aceptar la invitación a hacerme cargo del Gobierno. Tal era la angustia que predominaba en el ambiente político y económico, que bastó que circulara el rumor de mi posible nombramiento para que comenzara a bajar la cotización libre del dólar. Y esa tendencia continuó aún después que el diario El Comercio dijera que, en caso de ascender yo a la jefatura del Gabinete, el dólar subiría a 50 soles.

La opinión pública deseaba verdaderamente que las cosas mejoraran. Sin embargo, eso parecía entonces casi inalcanzable. Muchos estaban convencidos (y se complacían en pensarlo) en la inevitabilidad de mi fracaso. Uno de ellos fue un destacadísimo dirigente del Apra, Manuel Seoane, llamado “el Cachorro” y a la sazón embajador del Gobierno de Prado, quien por su simpatía y capacidad contaba con amigos en todos los sectores.

Me contaron entonces que Seoane decía: “¡Qué rico tipo es este Prado! Ha encontrado la mejor manera de liquidar a Beltrán, quien fracasará seguramente. Eso será el fin de La Prensa y de todo lo que dice en contra del Gobierno”.

El regocijo anticipado de “el Cachorro”, aunque no llegaran a cumplirse sus vaticinios, era no obstante comprensible. El Apra, su partido, había apoyado sólidamente a Prado para que éste llegara a la Presidencia, y en la oposición, el diario que yo dirigía no dejaba pasar ningún acto o hecho oficial sin señalar posibles errores o fallos. La astucia política de Prado consistió no tanto en querer acallar al periódico llamándome al Gobierno, sino tratar de resolver la desastrosa situación económica a que se encaminaba el país.

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