martes, 20 de diciembre de 2011

Pedro Gerardo Beltrán Espantoso

La Selva Alta

En el Perú oficial de hoy se mira mal, y casi está prohibido, el uso de la palabra “indio” para referirse a los descendientes de la población aborigen del país, que viven principalmente en la Sierra. Se supone que esa palabra tiene un sentido despectivo, que casi es un insulto.

No es, por cierto, con tal intención cómo en este libro utilizo esa palabra. Simplemente, no hay otra que designe verdaderamente al grupo humano al que me voy a referir.

La dictadura de Velasco, por ejemplo, suprimió el nombre del “Día del Indio” que se celebraba en la fecha de San Juan el 24 de junio, que coincide también con la fiesta incaica del sol, o “Inti Raymi”, e instituyó en cambio el “Día del Campesino” llamado también “de la Reforma Agraria”.

Ahora bien, no todos los campesinos son indios –los hay blancos en Arequipa y Tacna, negros en Cañete y Chincha, y mestizos de norte a sur y de este a oeste del Perú– ni tampoco todos los indios son campesinos. Por eso, aquí, con perdón del lenguaje oficial, y con mi gran afecto de siempre por esos humildes y esforzados compatriotas, voy a llamar indios a los indios de mi país.

Para darse una idea de la realidad de nuestra Sierra, la vasta región que empieza aproximadamente a los 1.000 metros de altura a cada lado de los Andes, basta con ir allá y ponerse en contacto con los indios. Han aprovechado todo espacio donde haya tierra y agua para labrar sus chacras, que no pocas veces se encuentran en lo alto de los cerros, hasta más de 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. El clima es duro, la tierra generalmente produce muy poco, y sus casas –sus chozas, mejor dicho– parecen pegadas en difícil equilibrio sobre una pendiente casi vertical, que hace que uno se pregunte si no van a resbalarse en cualquier momento al precipicio.

Sus propiedades, por más pintorescas que puedan parecer de lejos, son, las más de las veces, demasiado pequeñas, de manera que, a la inclemencia del medio en que vive el indio, hay que agregar la pésima calidad de las tierras que trabaja, que, por su poca extensión, significan una tragedia.

¿Qué ha hecho la dictadura por éstos, los más pobres de los indios? ¿Ha pensado alguien en ellos? ¿No hay cómo trasladarlos a zonas más acogedoras? ¿Cómo es posible que se hable de preocupación por los más necesitados y que, al mismo tiempo, no se les preste la menor atención?

En algunos casos, se arregla el aspecto legal de manera que los indios puedan tener un título valedero sobre las tierras que trabajan. Pero, ¿basta atender el aspecto legal, y no pensar en la clase de vida que tiene que sobrellevar esta pobre gente, y lo poco que con su trabajo contribuye a la producción de alimentos?

Pues bien, si se va un poco hacia el este, al otro lado de la cordillera de los Andes, se llega hasta lo que llamamos comúnmente “La Montaña”, o sea, la selva alta. Hay allí tierras sumamente fértiles, que ya han sido probadas. Ha habido en efecto, indios que por sí solos, sin ayuda, han bajado desde las alturas y se han instalado en aquella parte aprovechable de la “Montaña”; es decir, la que no se inunda ni con la crecida de los ríos, ni cuando llueve a cántaros. Después de limpiar el terreno como han podido, han tratado de sacar los troncos de los árboles que encontraban y todo lo que impedía el trabajo de la tierra, y han procedido a sembrar.

La experiencia demuestra que estas tierras son un verdadero paraíso. Dan cosechas fantásticas. No hay otro lugar de donde se puedan sacar, como se sacan allí, tres cosechas de maíz al año. El clima es el extremo opuesto a aquel a que han estado acostumbrados los indios, porque suele hacer harto calor, aunque de ninguna manera insoportable. Debería, sí, calificarse de insoportable el recuerdo de la tragedia que han dejado atrás, el abandonar las alturas infértiles de sus serranías nativas.

¿Cómo es posible preocuparse sólo por los campesinos de la Costa y no pensar también en aliviar la suerte de los indios de la Sierra?

Se habla mucho del “problema del indio”. Debería hablarse del “problema del blanco”. El problema de las serranías es, en última instancia, el problema de la escasa imaginación e iniciativa de los hombres de la capital y de las zonas ya desarrolladas de la costa, quienes deberían preocuparse por sus compatriotas, tan peruanos como ellos, que viven en alturas inaccesibles cuando tienen tan cerca tierras inmejorables.

El problema a que se enfrentan quienes han bajado a las nuevas zonas, es el aislamiento en que se encuentran. Tienen qué comer ellos y los suyos. Pero no producen para alimentar a nadie más. No hay dónde comprar una aspirina o una caja de fósforos. La gente vive de la manera más pobre y no puede ganar un centavo con excedentes de su producción, porque si les quedara algo después del consumo familiar, ¿dónde venderían los productos, si no tienen cómo mandarlos a los mercados donde existen compradores? Fuera de Tambopata, donde los indios sacan al hombro sus productos a través de las quebradas enmarañadas, los demás indios colonizadores prácticamente sólo han logrado el nivel de autosubsistencia.

Es cierto que viven mucho mejor que antes y que producen mucho más, pero su producción está limitada a lo que ellos pueden consumir, cuando en el resto del país hay tantos peruanos cuyas necesidades deben satisfacerse trayendo alimentos del extranjero.

La razón, por supuesto, es la falta de comunicaciones. Se necesitan caminos buenos para traficar todo el año; caminos suficientemente anchos, sin curvas cerradas, y sin tramos demasiado empinados.

Naturalmente, debido a la topografía de los Andes, las obras para construir tales caminos son costosas.

Pero, ¡qué bien gastado estaría ese dinero!

Dos ejemplos del efecto beneficioso de construir estos caminos son los de Satipo y Chachapoyas. En Satipo, el camino había sido destrozado por un terremoto, y Chachapoyas jamás había tenido carretera. En ambos lugares, el viajero escucha la misma historia de la bonanza que produjo el camino, tanto por abaratar el precio de los artículos que se traen de otros lugares, cuanto al permitir sus ventas al resto del país, debido al menor costo del transporte. Antes, el costo del transporte encarecía lo que traían de otros pueblos y rebajaba lo que obtenían de la venta de sus productos. Después del camino, ese costo se vino abajo.

Uno de los beneficios del camino que más impresionaba a la gente de Chachapoyas, era cómo se había abaratado la cerveza a la sétima parte de su precio. Algo semejante ocurría con muchos otros productos. Iguales resultados deben esperarse de todos los valles productivos donde llegue por primera vez la carretera.

Esos caminos significarían la expansión del Perú, mediante la incorporación a su vida activa de zonas riquísimas, capaces de abastecer a todo el país de cuanto le hace falta.

Es un crimen tener que traer del extranjero lo que podemos hacer que produzca la tierra del Perú.

Y también es un crimen condenar a los indios a 'que sigan viviendo en la pobreza de su aislamiento, aun después de instalarse en esas tierras fertilísimas.

Bajo un naranjo, el suelo estaba cubierto de sus frutos caídos, demasiado maduros. Eso fue lo primero que vi a orillas del Apurímac en mi primer viaje a esa zona cuando visité Luisiana, la hacienda de mi antiguo amigo, el gran pionero de la región, Pepe Parodi.

No puedo olvidar la impresión que ese cuadro me causó. Allí estaba a la vista el problema del Perú. Tierras muy fértiles, cuya abundante producción no se puede aprovechar por falta de comunicaciones.

Confirmé así mis ideas al respecto. El entonces ministro de Fomento, mi gran amigo el ingeniero Jorge Grieve, las compartía, e inmediatamente se puso a trabajar. Quería tener todo listo para que, tan pronto el Tesoro Público tuviera dinero suficiente, procediera a comenzar la obra.

Si se considera la totalidad del país, son muy vastas las tierras de la Selva Alta. De tal manera, conforme se establezcan las comunicaciones con las distintas zonas, el desarrollo irá alcanzando, una tras otra, enormes extensiones.

Así, los indios de las alturas, abandonarían las inhóspitas regiones que hoy ocupan, y dejarían de dedicar sus esfuerzos al trabajo de una tierra de pésimas condiciones, de muy bajos rendimientos, y la reemplazaría por otra fertilísima, capaz de rendir enormes cosechas para abastecer a las ciudades y a las demás regiones del país.

Gracias al dinero que obtendrían de sus ventas, los nuevos agricultores de la Selva Alta podrían, ellos mismos, constituir un verdadero mercado para los productos industriales y de todo orden, mercado que iría creciendo a medida que se fueran acostumbrando a un mejor nivel de vida.

Así, de un lado, desarrollarían su agricultura y, del otro, fomentarían la producción del resto del Perú.

El mismo intercambio representaría una nueva fuente de trabajo y sería una provechosa inyección para intensificar la actividad económica en general.

Pero, por desgracia, siempre nos encontramos con la tendencia de los gobernantes, vistan o no uniforme, a dar preferencia a lo que entra por los ojos, a las obras espectaculares o por lo menos visibles, que puedan impresionar siquiera a los transeúntes de las ciudades o de las carreteras concurridas.

Cuando los hombres de la dictadura hablan de los políticos de antes, de los móviles que los impulsaban, de las cosas equivocadas o censurables que hacían, quien los oye no puede menos que preguntar: ¿No actúan ellos también como los políticos a quienes critican? ¿No dan ellos también la prioridad a esos espectaculares edificios en Lima, con la esperanza de impresionar a mucha gente? ¿No se desinteresan ellos, igualmente, de construir los caminos necesarios para cruzar los Andes, para dar vida a esa enorme zona de la Selva Alta, sólo porque esas obras, al no ser visibles no interesarían ni atraerían aplausos en las grandes ciudades?

Pero de lo que se trata es de incorporar a la vida efectiva de la Patria a territorios que hasta ahora están al margen de ella. Mejor dicho, de integrar al Perú una riqueza potencial que nos ha dado Dios, de abrir. las puertas a vastas extensiones de tierras fertilísimas, de disfrutar de esas tierras en provecho de todos al hacer posible que se establezcan allí peruanos quo llevan una vida miserable en los lugares más inhóspitos de nuestro territorio.

¿Acaso la suerte de esos pobres indios no es, por lo menos, igual a la de los peruanos de cualquier otra zona? En realidad, dadas las condiciones en que viven hoy, ¿no estamos moralmente obligados a atenderlos antes que a nadie? Nadie parece preocuparse de ellos, nadie siquiera los menciona. ¿No sería mil veces más conveniente dedicar a esta urgente tarea nacional los millones que se gastan en oficinas lujosísimas y fantásticas del Gobierno y de empresas estatales en los centros poblados?

Para desarrollar la Selva Alta, no puede procederse a toda carrera, como se está haciendo con la Reforma Agraria. Por el contrario, debe procederse a un estudio completo y minucioso de las principales zonas propicias para esta clase de desarrollo. Para ello, se requiere contar con hombres debidamente preparados, con diversos conocimientos y experiencia, unos en materia de ingeniería y otros de agricultura, ganadería, salud pública. Nada de aficionados ni de “leídos y escribidos” que se limitan a hablar generalidades, vistan uniforme o no.

En primer término, hay que conocer las posibilidades y la forma de solucionar el problema de las comunicaciones de cada región, para determinar por cuál debe comenzarse.

De inmediato debe establecerse un centro de colonización en el lugar escogido, y habilitar un campo de aterrizaje, indispensable mientras el camino no esté listo. A cargo de cada centro local estaría una oficina encargada de la labor de Planeamiento. ¿Debería la colonización ser ganadera o agrícola? ¿O participar de ambas actividades? En este caso, habría que determinar el área que debe ocupar cada una.

Se procedería luego a la parcelación de las tierras. Para determinar los linderos de cada chacra, se tendría en mira el objetivo de que cada nuevo agricultor y su familia puedan lograr por sí solos el máximo rendimiento de su tierra. Se evitaría, pues, el error de la actual Reforma Agraria, de señalar, por ley, un área determinada para las chacras, sin tomar en cuenta la topografía del terreno ni la calidad de las tierras, ni lo que puede cultivarse en ellas.

Sin perjuicio de todo lo anterior, debe establecerse una estación experimental que investigue los problemas a que deberá enfrentarse el nuevo agricultor o ganadero, y ensayar las distintas plantas que puedan prosperar en ese medio, in-clusive mediante el desarrollo de nuevas variedades. En otras palabras, debe introducirse la Revolución Verde desde el inicio de la colonización.

También hay que planear un centro urbano, con hospital, iglesia y colegios, cuya falta es el primer motivo de queja de los pobladores que, tras bajar de las alturas, se han establecido al borde de los grandes ríos.

No puedo dejar de expresar mi íntima esperanza de que en estas zonas encuentren cabida, en primer término, los indios que estén en peor situación en las alturas.

Desde la irrigación de las Pampas del Imperial, en Cañete, hace cincuenta años, los gobiernos no han hablado de otra cosa que de obras semejantes.

Hace ya más de diez años que se construyó el camino que permitió el tránsito de autos y camiones desde Ayacucho hasta el Apurímac.

Era el paso previo necesario para proceder a la colonización organizada de esa zona de la Selva Alta, pero, que yo sepa, nada se ha hecho al respecto.

Se han emprendido, en cambio, nuevas obras de irrigación de arenales, que no se sabe qué éxito tendrán, porque nadie puede predecir qué, cómo, ni cuánto podrán producir.

Mientras tanto, en la Selva Alta, no cabe duda alguna, puesto que está a la vista su gran fertilidad, comprobada por los indios que bajaron de las alturas y las trabajan desde hace muchos años.

Debemos sentimos moralmente en deuda con esos compatriotas, que llevan una vida miserable en los sitios más inaccesibles de las alturas. Si fueran a trabajar a la Selva Alta, ellos podrían contribuir a la producción de alimentos, para la atención, no únicamente de sus propias necesidades, sino también de las de todos los peruanos, al tiempo que se constituirían en un nuevo y gran mercado para los productos del resto del país.

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