martes, 20 de diciembre de 2011

Pedro Gerardo Beltrán Espantoso

Libertad y bienestar
Es conocida la respuesta que Lenín, en plena acción, dio a un extranjero que le preguntaba: “Pero, ¿qué vas a hacer ahora?” Lenín contestó: “Todavía no estamos en la etapa constructiva. Primero, vamos a acabar con todo lo que había antes, para lo que nunca va a faltar algún pretexto y, mientras tanto, prometiendo mucho, yo sé que podremos mantenernos.”
Diríase que la dictadura que existe en el Perú desde octubre de 1968, piensa, en forma parecida. Su última intromisión acaba de producirse bajo Morales Bermúdez en relación con el problema de la vivienda.
Pretende que su intervención se basa en un planteamiento integral de todo el problema del uso del suelo y no sólo del caso concreto de las urbanizaciones. El Gobierno acaba de descubrir, en efecto, que la vivienda ocupa terreno; y, erigido ahora en defensor de la producción agrícola, la dictadura toma a su cargo el monopolio de la urbanización, no sólo por creer que bajará el costo de los terrenos, sino sobre todo para cuidar de que ni en un solo metro de terreno cultivable se pueda “sembrar cemento”, nueva denominación que se usa despectivamente para referirse a las construcciones, que naturalmente necesitan de cimientos.
Se reprocha a la actividad privada no haber tomado en cuenta ese aspecto del problema y haber usado mal la libertad de la que gozó hasta ahora. Se le echa en cara la preferencia por las casas individuales de un solo piso, que se extienden horizontalmente y ocupan así un área mucho más grande que la que necesitarían edificios de vivienda, “multifamiliares” de varios pisos, que sólo ocupan el aire que no produce alimentos.
Ahora, que este problema está exclusivamente en sus manos, la dictadura podrá imponer uniformemente sus principios en todo el país. Ya el desarrollo de la ciudad, el uso de la tierra, no estará a merced de los urbanizadores que, naturalmente, se preocupaban por complacer a los futuros propietarios que siempre, en todas partes, han preferido ser dueños individuales de sus respectivas viviendas.
Cabe imaginar la confusión a que dará lugar esta “reforma urbana” y el problema que se echará encima el general que tenga que manejar un asunto tan complicado. Porque, en efecto, para dirigir la política nacional de vivienda, se requiere del conocimiento de muchísimos factores que sólo pueden dominar quienes han dedicado a su estudio y solución toda la vida; es decir, quienes han seguido esa carrera y adquirido en ella la especialización necesaria.
Todo esto no hace sino recordar las muchas razones que se dieron, hace pocos años, para justificar que la famosa EPSA actuara y ensanchara su campo de acción cada vez más. Y, sin embargo, ¡cómo ha concluido!
Es notable que la dictadura se preocupe en este momento del área necesaria para las viviendas, si se continúa satisfaciendo el deseo muy humano de cada jefe de familia, por modesta que sea su situación, de llegar a tener una casa únicamente de a en que pueda vivir y descansar tranquilo de que puedan también seguir beneficiándose los suyos después que él haya dejado este mundo.
La mayoría de la gente, si puede conseguirlo, desea vivir en una casa independiente, sin las complicaciones a que dan lugar las viviendas “multifamiliares” con su sistema de condominio en que el edificio pertenece a todos y los departamentos a cada propietario; con su necesidad de subir muchos pisos por escaleras que afectan a las personas de más edad o por ascensores que aumentan el costo de las casas y exigen gastos de mantenimiento, cuidados, alguien que se encargue de llamar a los operarios cuando se malogren los ascensores que, con raras excepciones, es lo que acabará por ocurrir con todos.
A estas alturas, y en relación con el problema de la vivienda, la dictadura empieza a preocuparse de que la tierra produzca alimentos, aspecto del que precisamente no se ha preocupado en absoluto en todos los años que lleva la Reforma Agraria. Esta es la razón por la cual, lejos de haberse logrado la mayor producción posible en la agricultura del Perú, por el contrario, bajan los rendimientos.
Mientras tanto, ¿qué puede significar la pequeñísima área que cubren las urbanizaciones, dentro del conjunto de tierra agrícola del país? Lo natural habría sido esforzarse en conseguir que la tierra produjera al máximo en todo el Perú. Entonces nadie tendría que preocuparse porque las urbanizaciones satisfagan los deseos, aun de las familias modestas, de vivir libres e independientes en una casa de su propiedad.
Ojalá toda esta “reforma urbana” no sirva de pretexto al Gobierno para intervenir también en las Mutuales, cuya eficacia depende de la confianza que inspiran al gran público que aporta sus depósitos. Ellas han servido, hasta ahora, para financiar la construcción de casas baratas en gran escala. Bastaría que se sospechara que el Gobierno va a intervenir en las Mutuales para que esa confianza desapareciera. Se habría hecho, entonces, el mayor daño posible a la gente modesta, que aspira a tener una casa de su propiedad en las condiciones de su propia preferencia.
Todos en el Perú están ya convencidos de que, donde se mete el Gobierno, las cosas andan mal. Ahí está lo que ocurrió con EPSA. Se dijo que ese monopolio estatal era la gran solución del problema de los mercados, y que se beneficiarían todos, consumidores y productores, por las mejoras en el abastecimiento y en los precios. Pero los hechos no han estado a la altura de las promesas. No hay abundancia, sino lo contrario, y todo sigue encareciendo. Por último, la famosa EPSA es el centro de un enorme escándalo.
Y hay muchos otros escándalos de los que hasta los periódicos parametrados no han podido menos que hablar. Por ejemplo, el escándalo en el Seguro Social, del que da cuenta Expreso en su edición del 23 de febrero de 1976. O el proceso por compra irregular de un edificio, que ha dado lugar a la suspensión de tres gerentes de Minero-Perú. O, antes de eso, los más que sospechosos incendios producidos en empresas estatales que estaban a punto de ser investigadas y donde el fuego destruyó, tan oportunamente, los archivos con los documentos indispensables para las averiguaciones que iban a efectuarse.
Se dijo que la Reforma Agraria acabaría con los latifundios y los gamonales y que traería la abundancia. Pero está sucediendo lo contrario.
La producción de nuestra agricultura está en continua baja, y cada año, es necesario importar más alimentos, hasta el extremo que ya preocupa adivinar de dónde saldrá el dinero para pagar esas importaciones.
Es voz general que muchas de las empresas que la dictadura estatizó, y que se anunciaron como una gran fuente de nuevos ingresos para el Estado, están dejando pérdidas y se mantienen en actividad sólo porque el Gobierno les concede un subsidio para que sigan funcionando. ¿Qué ha obtenido el país con eso?
En algunos casos, aumentar la salida de dinero fuera del país. Así ha ocurrido cuando ha tenido que pagar alguna suma como indemnización a los inversio-nistas extranjeros. Un asunto a que se dio mucha publicidad en el exterior fue el siguiente: la dictadura de Velasco sostenía que la IPC, al ser expropiada, debía al Perú una suma fabulosa de dólares. Sin embargo, después se hizo público que no sólo el Gobierno no había cobrado un solo centavo a la IPC, sino que le había pagado más de 23 millones de dólares para satisfacer las exigencias internacionales para que el Perú, si quería seguir disfrutando de préstamos del Banco Mundial y de otra banca extranjera, se pusiera al día en los pagos a los propietarios de todos los bienes extranjeros de los que el Gobierno se hubiera apoderado.
El resultado es, pues, que el Perú adeuda fuertes sumas por el valor de las empresas estatizadas; y que no sólo el funcionamiento de ellas le deja pérdida actualmente, sino que además, hay que atender al servicio, de intereses y amortización del dinero que el Perú tuvo que pedir prestado en el extranjero para poder pagar con dólares el valor de esas empresas.
Cuando se apoderó de los periódicos, el dictador declaró tajantemente que lo hacía para remediar los defectos que tenía la prensa libre. Dijo que los periódicos en realidad no eran más que de un grupo insignificante de gente que los manejaba sólo en beneficio propio; y que, en cambio, el Gobierno iba a crear una prensa completamente libre, a la que todo el mundo tendría acceso. Al mismo tiempo, declaró que no iban a pertenecer al Gobierno, sino que se pondrían en manos de los representantes de los trabajadores organizados, o sea, sus “Asociaciones Civiles” que serían los verdaderos propietarios.
Como era de esperar, ha quedado demostrado que todo era una farsa. El dictador, lejos de entregarles efectivamente los periódicos, nombró a los directores y gerentes generales para que los administraran, sin preocuparse de lo que pensaran las “asociaciones civiles” representativas de los supuestos “propietarios”.
Ahora acaba de deshacerse de todos, sin dar razón para ello, nombrando en su reemplazo a nuevos dirigentes de los periódicos sin mencionar siquiera a las “asociaciones civiles”.
Esto a nadie ha sorprendido, por haber sido establecido antes, en forma clarísima y definitiva, por el propio Gobierno, cuando se suscitó una pugna entre el director de un periódico y su Asociación Civil. El resultado ha sido, pues, contrario a las declaraciones que hiciera el dictador al confiscar los diarios.
Ahora, los peruanos no pueden enterarse de lo que ocurre en su país. Los periódicos parametrados únicamente dan la versión oficial de los acontecimientos y la interpretación también oficial de ellos. A pesar de sus declaraciones, los diarios parametrados no son otra cosa que voceros oficiales de la dictadura y es una verdadera vergüenza que pretendan hablar en nombre de la libertad que no tienen.
El Gobierno dio otro golpe contra la libertad, cuando intervino el Poder Judicial, usando como pretexto el que las Cámaras influían demasiado en las Cortes de Justicia, puesto que los diputados elegían a los jueces.
Como ya hemos visto, los nombramientos que fueran necesarios no serían hechos entonces por la influencia de los diputados, sino por los propios militares que habían asumido las funciones, tanto del Gobierno cuanto del Parlamento. Pero el dictador perseguía precisamente que el Poder Judicial no tuviera vestigio de independencia.
Era la típica acción de cualquier dictadura. El prototipo de ellas fue la de Lenín que ya mencionamos. Buscaba como pretexto una situación de la que pudiera decir que marchaba mal. Con ese pretexto, destruía todo lo existente, y en su lugar, ponía otro sistema que no sólo era infinitamente peor, sino que desbarataba la finalidad o razón de ser de lo que anteriormente existía. También en Rusia se suprimió toda posibilidad de un Poder Judicial independiente que pudiera servir de defensa y de valla contra los abusos del gobierno.
Del mismo modo, el Perú se ha quedado sin Poder Judicial independiente que ampare los derechos del ciudadano común, y sin una prensa libre que los informe de la realidad y que denuncie los atropellos.
Todas las medidas que ha tomado el Gobierno hasta ahora, dan como resultado que la vida del país no esté gobernada, en aspecto alguno, por quienes verdaderamente representen el modo de sentir, de pensar y la voluntad de los peruanos.
El monopolio de la dictadura, por los que cuentan con la fuerza y no con el consentimiento de los gobernados, representa un retroceso a lo que pasaba an-tiguamente, como podemos leer en la historia.
Los gobiernos comenzaron por ser únicamente la expresión de la fuerza. Mandaban los que disponían de más medios para imponer su voluntad, por violencia o temor, a los demás. Poco a poco, llegó a imponerse la idea de que el gobierno debía ser una delegación, por decirlo así, de todos los hombres y mujeres que formaban un país. Los gobernantes, pues, para actuar verdaderamente como fideicomisarios de sus conciudadanos, tenían que recibir la confianza y el consentimiento de éstos, lo que sólo se puede conseguir mediante elecciones libres y verídicas.
Sería risible, si no fuera triste, que quienes se esfuerzan ahora en deshacer ese gran adelanto de la humanidad se llamen a sí mismos “progresistas”. Deberían llamarse “regresistas”, por no decir “retrógrados”. Y pensar que estos regresistas se vanaglorian de sus ideas tan “modernas” y tan “avanzadas” que, según dicen, representan la victoria y felicidad de los pueblos.
Naturalmente, para ello, empiezan por no consultar para nada la voluntad del pueblo al que quieren hacer feliz obligatoriamente, dándole, no lo que el propio pueblo desea, sino lo que los “progresistas” han resuelto que conviene al pueblo.
¿Es posible que se pretenda hacer pasar un contrabando tan grueso? Pero no hay quien comulgue con semejante rueda de molino. En vano los periódicos parametrados tratan de presentar la dictadura como “progresista” y la democracia como “reaccionaria”. Tampoco en esto hay quien les crea una palabra.
Porque en verdad el “progresismo” consiste en hacer retroceder la economía nacional y el nivel de vida de los peruanos.
En lugar de aumentar nuestra producción, ésta se viene abajo y será muy difícil levantarla. Se requerirán, ya no muchos años, sino Dios sabe quizá cuántas generaciones para recuperarla del bajo nivel a que la están llevando en todo orden de actividades.
Los mexicanos padecen todavía los efectos de la primera parcelación de tierras que se hizo en los comienzos de su Revolución. Sin embargo, como sólo se afectó una fracción de la agricultura del país y no se tocaron las actividades económicas, han podido aprovechar los beneficios del desarrollo moderno para producir, no sólo todo el alimento que necesitan, sino hasta para exportar muchas cosas.
No son, por cierto, los pequeños lotes de propiedad agrícola, los llamados ejidos, los que han permitido este progreso. Los ejidos siguen siendo un elemento negativo que el gobierno mexicano no encuentra manera de mejorar.
Pese a este ejemplo, en todo el Perú se ha hecho o se está terminando de hacer lo mismo. Hay que ir a México para cerciorarse de la tragedia que significa el bajo rendimiento de la tierra. La dictadura de los “progresistas” nos está llevando a extremos parecidos a los de los famosos ejidos de México.
Pero en el Perú, no sólo la agricultura, sino también la industria y el comercio han sido afectados. Todo lo que se había logrado desarrollar con eficiencia, todas las empresas o actividades que realmente destacaban y significaban esperanza para el futuro del país, han sido tomadas por el Gobierno. Este las ha puesto en manos de gente sin preparación ni conocimientos y, como resultado, la producción de esas empresas, antes florecientes, se está viniendo abajo.
El estancamiento, a que todo esto conduce, no puede deshacerse en unos pocos años. La baja en la producción significa que los peruanos no van a poder vivir como merecían y como habrían podido vivir si hubieran seguido desarrollando nuevas fuentes de producción y nuevas actividades económicas.
Los peruanos tienen derecho a una vida en que puedan disfrutar de la abundancia. No merecen sufrir la angustia que tienen que experimentar ahora. Los más necesitados, que son muy numerosos, sienten aun más que nadie el azote del encarecimiento de la vida. Este encarecimiento se produce, como todo el mundo sabe, por el dispendio del Gobierno que, para gastar más en su verdadera carrera de estatizaciones, no hace sino imprimir billetes y desarrollar la inflación, que está arrinconando contra la pared a tantísima gente.
Los peruanos también tienen todo derecho a vivir en libertad y a disfrutar de las ventajas de una verdadera democracia.
La verdadera democracia no tiene apellido. No es ni “democracia directa”, como llaman en Cuba al despotismo personal de Castro; ni “democracia orgánica”, como se llamó en España el autoritarismo de Franco; ni “democracia de participación plena” como llaman ahora en el Perú a la dictadura en la que sólo participan, además de los militares, unos cuantos ideólogos “progresistas” y áulicos oportunistas.
Son estos ideólogos y áulicos los que dicen, para halagar a los gobernantes, que lo que hay ahora en el Perú es un tipo de gobierno verdaderamente peruano; y que, en cambio, los que quieren un régimen democrático, están soñando con imitar modelos extranjeros o, como dicen ahora, “alienantes”.
Según esto, es “alienante” reclamar que cada peruano tenga libertad para votar por el partido o candidato que más confianza le inspire; para leer sin limitación el diario o la revista que más le guste; para reunirse en las calles con otras personas de las mismas ideas sin tener que pedir permiso a la autoridad; para formar asociaciones en las que nada tenga que ver el Gobierno; para informarse de todo lo que ocurre; para recibir correspondencia y llamadas telefónicas sin interferencias; y para recurrir, en amparo de sus derechos, a un Poder Judicial independiente.
Porque todo lo anterior es lo que distingue a una democracia verdadera, aunque no sea de “participación plena”.
Aspirar a gozar de todos esos derechos, progreso de todo ser humano libre en una comunidad civilizada, ¿es alienante? ¿Es, como dicen los “progresistas” y los áulicos, querer para el Perú un modelo extranjero?
¿Es un “complejo de inferioridad” querer que cada peruano tenga, por lo mismo, las mismas libertades de las que disfruta un ciudadano de Francia, de Gran Bretaña, de los Estados Unidos o de Suiza y, en nuestra América Latina, un ciudadano de Costa Rica, de Venezuela o de Colombia?
¿No será precisamente al revés?
Yo recuerdo haber leído, con indignación, comentarios periodísticos y hasta memorias de negocios en que hombres más o menos destacados de países desarrollados, donde se disfruta plenamente de las libertades que arriba he mencionado, se referían con aires de superioridad a países de América Latina, como nuestro Perú.
Esa gente se declaraba partidaria de la democracia en sus propios países, pero se mostraba escéptica de las posibilidades de ese sistema de gobierno en América Latina.
Es decir, pensaba exactamente igual que los “revolucionarios” y “progresistas” del Perú: la libertad de votar para elegir a los gobernantes, de decir y leer lo que uno quiere, de asociarse y reunirse, de tener un poder judicial independiente y una prensa libre, está bien para los países del primer mundo, para los europeos y norteamericanos, pero no para nosotros, que pertenecemos al llamado “tercer mundo”.
Repito que yo no puedo leer semejantes barbaridades sin un sentimiento legítimo de indignación. ¿Qué se han creído, estos banqueros o periodistas europeos y norteamericanos, que somos los peruanos? ¿Acaso somos seres inferiores, sin derecho a gozar de la libertad? ¿Y eso no es lo mismo que piensan los “progresistas” criollos: que nosotros no podemos darnos el lujo “alienante” de gobernamos democráticamente?
Son, pues, los “progresistas” los que están efectivamente “alienados” por las ideas despectivas de los extranjeros sobre la capacidad de los peruanos; son ellos los que viven bajo el complejo de inferioridad de imaginar que nosotros nunca podremos manejar nuestros propios asuntos sobre la base de reconocer a cada peruano los derechos y libertades a que legítimamente aspira.
Ellos piensan que, a diferencia de los ciudadanos del “primer mundo”, nosotros tenemos que ser gobernados sin nuestro consentimiento.
No se nos debe permitir, entonces, que elijamos a quienes nos han de gobernar, porque para eso están las jefaturas militares. Tampoco debemos escoger nuestras lecturas, porque no tenemos criterio para distinguir lo bueno de lo malo: no somos capaces de libramos de un Pato Donald “alienante”, ni de una televisión “dependiente”, ni de una publicidad “consumista”, ni de una información “tendenciosa”, ni de un editorial “subversivo” o por lo menos “antipopular”.
En todo lo anterior, debemos guiarnos únicamente por lo que nos aconsejen los sabios “ideólogos” y lo que nos digan los periodistas “parametrados”, que son los únicos que saben pensar.
Además, tampoco merecemos escoger el tipo de educación que queremos para nuestros hijos. Hay entonces necesidad de una reforma educativa que los “concientice” para que aprendan á apreciar las maravillas de la Revolución.
Y ni siquiera cabe pensar que debamos escoger por nosotros mismos nuestros alimentos, nuestras viviendas o nuestros artículos de tocador. En cambio, el Ministerio de Alimentación debe “reeducar” nuestros “hábitos alimentarios”; el ministro de Vivienda obligamos a vivir en rascacielos parecidos más bien a hor-migueros y los diarios parametrados hacernos ver lo pernicioso de los desodorantes.
La lista sería interminable. Lo increíble es que esta gente, que tiene tan pobre -y tan injusta- opinión de los peruanos, se llama a sí misma “nacionalista”.
Vuelvo a decir que todo esto me produce la más viva indignación, porque yo sí confío plenamente en la capacidad de los peruanos, empezando por los más humildes. Yo sí creo, sin demagogia, que tienen derecho y capacidad para manejar sus propios asuntos, sin sabios que quieran hacerlos “felices” contra su voluntad, a la fuerza.
Yo he visto a los pobres de Puno manejar ellos mismos sus cooperativas con todo éxito. Los he visto juntar sus centavos y formar capitales con los que luego podían obtener préstamos a cuyo servicio atendían religiosamente.
He visto a los campesinos de Chincheros esforzarse, con la debida asistencia técnica, en mejorar la calidad de sus cosechas y producir papas de primera clase, con grandes rendimientos, con las que podían alimentarse y tener excedentes para vender en los mercados. Ellos no aceptarían que el Ministerio les ordenase qué deben y qué no deben comer.
He visto a los trabajadores de La Prensa interesarse por solucionar su problema de vivienda, y contribuir con sus ahorros a formar la primera de las mutuales con las que se ha resuelto el problema de ellos y de tantas otras familias modestas del Perú.
He visto a los indios del Altiplano y de Ayacucho bajar a los valles cálidos de Tambopata y Apurímac y, sin ayuda de nadie, crear nuevas zonas de expansión agrícola para el país.
Y he visto, en fin, al pueblo de Arequipa, de Puno, de Tacna, de Cañete, de Chachapoyas, de Trujillo, de todas partes del Perú, exponer sus problemas a las autoridades con la dignidad que da el saberse libre y ejercer un derecho, sin tener que pedir dádivas ni órdenes a nadie.
He visto a la gente de la calle en las ciudades, a los hombres comunes de las aldeas y los campos, interesarse, a través de los diarios y la televisión libres, o en conversaciones o asambleas, por los asuntos públicos, que son, como ya he dicho, precisamente “sus asuntos”, y discutir los pro y los contra de los distintos candidatos y partidos.
He visto a los muchachos y a los viejos y a las mujeres protestar por la falta de libertades bajo las dictaduras; a los periodistas luchar por el derecho del pueblo a estar informado y saber de qué se trata; a los comuneros de una aldea perdida luchar por instalar una hidroeléctrica en plena puna para que la generación siguiente alcance el nivel de vida que ellos mismos no pudieron gozar, a los padres de familia esmerarse para que sus hijos no pierdan la escuela, por distante que esté, y a todos los peruanos acudir, con distintas convicciones, pero con orgullo común, a depositar en las ánforas el voto de su preferencia.
Yo no creo, no puedo creer, en la inferioridad del hombre peruano. A diferencia de los extranjeros desdeñosos y de los “progresistas” acomplejados, yo creo, yo sé, que el pueblo del Perú es digno y está capacitado y tiene derecho a vivir y disfrutar todas las libertades de una democracia.
Cuando se dictaron los Decretos-Leyes que acabaron con la libertad de prensa en el Perú, el distinguido jurista de fama mundial y autoridad indiscutible, ex presidente de la Corte Internacional de Justicia y ex presidente de la República, doctor José Luis Bustamante y Rivero, hizo una interesantísima exposición sobre ese problema, que se eleva también a consideraciones sobre la alternativa entre libertad y despotismo en el Perú de hoy. De esa exposición, reproduzco los siguientes párrafos:
Pienso que faltaría a un deber cívico en mi condición de peruano y hombre de derecho, si no escribiera estas líneas para hacer conocer mi disconformidad con
algunos criterios sustantivos de los Decretos-Leyes números 20.680 y 20.681, que
establecen un nuevo sistema en cuanto a la regencia y al uso de la prensa en el Perú.
Ni el momento ni las circunstancias son adecuados para profundizar el tema en toda su vasta proyección doctrinal; y por eso, he de ceñirme a procurar una síntesis fundamentada de mis puntos de discrepancia, sin perjuicio de algunas reflexiones generales que ilustren los alcances del problema.
El propósito expuesto por los dos Decretos-Leyes cuestionados, está dirigido a alcanzar que la prensa de circulación nacional, sea el medio de expresión de las necesidades y aspiraciones de los sectores sociales organizados, al mismo tiempo que un instrumento de información y de educación popular. Este planteamiento puede ofrecer una evidente utilidad al procurar una fructuosa promoción intelectual y social entre los miembros del sector. Abierta está, por lo mismo, para el Gobierno Revolucionario, la posibilidad de fomentar la creación de periódicos autofinanciados que sean voceros de tales sectores.
Los diarios de la antigua empresa privada podían haber seguido funcionando separada y paralelamente a los de los sectores nuevos sin incompatibilidad ni antinomia alguna y, por el contrario, con la ventaja de que este paralelismo de funcionamiento estimularía una provechosa competencia de calidad entre las dos variedades de órganos en bien del servicio público.
Entra aquí, al hablar de los “sectores sociales de prensa”, el examen de otro punto no menos importante, cual es el relativo al grado de independencia de que habrán de disfrutar los diarios de esos sectores en función de la libertad de ex-presión. Si se para mientes en el texto del artículo 24 del Decreto-Ley 20.680, es el Estado -a través de los organismos administrativos y políticos del Ministerio de Trabajo- quien tiene a su cargo la reglamentación y la composición de los Consejos Directivos que rigen y orientan la marcha de esos periódicos que, según su creación, son de “servicio social”; y es también el Estado quien deter-mina las funciones del director de cada uno de ellos. Resulta, así, difícilmente imaginable que a órganos de prensa, de tal manera estructurados, les sea dable debilitar la impronta del Estado y sustraerse en el ejercicio de su tarea a la in-fluencia y directivas oficiales. Y esta impresión se fortifica al leer el artículo 25, que prescribe a los diarios del sector “dar cabida, en actitud pluralista y dia-logante, a los enfoques ideológicos que encuadren dentro de los parámetros de la Revolución Peruana”. La parte que en el diálogo tome el redactor del periódico, habrá de inclinarse ciertamente del lado de la revolución, por no ser verosímil otra actitud ni en él ni en ninguno de los otros altos funcionarios dirigentes. De este modo, el diario habrá de convertirse en una voz de endoetrinamiento revo-lucionario que desemboque en la pérdida o en una mengua de la libertad de opinión. Y, por ende, en el fracaso de la libertad de prensa.
Nos es familiar a todos desde hace más de cuarenta años el fenómeno de la “socialización del derecho”, originado en motivos tales como la irrupción demográfica, la escasez de la producción alimenticia, las crisis crecientes de hambre y de trabajo, las dos guerras mundiales, el progreso formidable de la técnica, etc. Todos tenemos, por lo demás, la convicción de que hay necesidad de cambios y reformas sociales que corrijan y saneen en lo posible los vicios pasados y presentes. Pero sabemos también que “socializar” no puede ser sinónimo de mutilar o desconocer la libertad del hombre, por cuanto este esencial atributo de la persona humana ha de permanecer, per se, el tiempo que ella dure; y si alguno de sus atributos es violado, la persona se desintegra y el derecho sucumbe.
Por otro lado, es capital señalar que en el acto de reemplazo de las estructuras sociales hay un elemento de consideración imprescindible, cual es el de que allí el hombre es el sujeto central de la transformación, pues ésta conlleva una mutación radical de las normas humanas de la vida, de la sensibilidad y de las costumbres; de modo que no es siquiera concebible ni se puede objetivamente plasmar una tal reestructuración sin consulta del hombre. Dados estos factores, es de rigor concluir que los procesos políticos de cambio de estructuras son procesos deliberantes, a los cuales no es factible dar cima sin la participación razonada y concordante de gobiernos y ciudadanos. Puede la iniciativa de esos procesos ser tomada por los gobiernos; pero su aceptación es del resorte de los pueblos.
Tal vez, históricamente hablando, podría replicarse que en política la Revolución no consulta, sino ejecuta; no se sujeta a leyes, sino las dicta. Más hablando en presente, ha perdido ya vigencia la antigua imagen del caudillo que regía un país durante años por obra de su sola autoridad, fundado en el poder de su trabuco. Le faltaba a esta actitud rudimentaria el sustentáculo de la razón. Hoy, el ejercicio de la democracia, el fervor de las reivindicaciones sociales, la unanimidad del mundo en la defensa de sus libertades, los éxitos del anti-colonialismo, exigen de los gobiernos la participación comunitaria del hombre en el poder. El distintivo de la Revolución de nuestro tiempo no es ya el absolutismo, sino la racionalidad. Y es natural que así sea, pues la abstención de un contacto consultivo del Gobierno con la voluntad de la nación, implicaría en él una conducta unilateral y anacrónica, excluyente de la intervención del pueblo en la obra necesariamente bilateral y común del funcionamiento a el Estado. “Gobierno” es un vocablo que indica y entraña una bilateralidad consciente de voluntades: gobernantes y gobernados. Si esa bilateralidad no funciona, no hay gobierno posible; habrá, sencillamente, dos elementos dislocados, la orden de mando y la obediencia impuesta. En total, el absolutismo. El mantenimiento indefinido de una situación de este género, compromete en su raíz las bases legales de la acción gubernativa y la permanencia de la normalidad pública. Y en lo que concierne a los ciudadanos, crea para ellos una posición disminuida, una disimulada tutoría, la ficción deprimente de una minoría de edad que los hace sentirse recortados en el más caro de sus fueros; el que atañe a su personalidad jurídica.
Además, en lo que concierne al Perú, la Revolución de 1968 fue proclamada desde un principio como una revolución peculiar y sui generis, como una revolución institucionalizada: la “Revolución de la Fuerza Armada”, según se llamó a sí misma. Y la Fuerza Armada constituye una institución de derecho, prevista y regimentada por nuestra Constitución y con una misión específica a su cargo: la de “asegurar los derechos de la República y el cumplimiento de la Constitución”. La partida de bautismo de la Fuerza Armada es, pues, la legalidad; y ésta, su idiosincrasia original, obliga moralmente a dicha Fuerza y al Gobierno Revolucionario que la representa, a actuar dentro del derecho y a consultar, por tanto, democráticamente, al pueblo los puntos fundamentales de sus reformas.
“Yo dificulto sinceramente que un estado de cosas de esta índole pueda permitir una obra de verdadero aliento -reposada, fructuosa y perdurable- al Gobierno de la revolución, ni alcance a infundir a nuestro pueblo la fe en la comunidad social, la confianza en el futuro ni la alegría de vivir. No es, ciertamente, constructivo prolongar la vigencia del encono más allá del acto punitivo, dividir el conjunto social en dos bandos de elegidos y réprobos o afirmar irreflexiblemente que la obra del pasado histórico de un pueblo es, apenas, un canastillo de desaciertos. El verdadero humanismo concilia y no separa; sabe mirar los errores de los hombres más bien como experiencias aleccionadoras que como repudiables delitos; cree en la continuidad de la historia, y recoge los ensayos de organización de cada época no como estultas expresiones de ignorancia u oscurantismo, sino como otros tantos testimonios de esfuerzo para la construcción del porvenir.
Lo que está en juego en el Perú, es precisamente eso: o el país sigue por el despeñadero del empobrecimiento material y espiritual de la dictadura, o se incorpora para reanudar el camino de la prosperidad y de la democracia, que es su verdadera vocación nacional.
Contribuir a que prevalezca esa auténtica voluntad de los peruanos, que ansían vivir la libertad con bienestar, y el bienestar con libertad, es el único pero irrenunciable propósito de este libro. Sé que es un propósito ambicioso, frente al cual el fruto de este esfuerzo puede parecer modesto. Pero no por ello dejo de ofrecerlo a mis compatriotas, en cumplimiento de un deber para con el país y su futuro.
Yo creo, y sé, que la inmensa mayoría de los peruanos, cualesquiera que sea su lugar de nacimiento o su condición económica, su estado o profesión, su matiz ideológico o sus simpatías partidarias, comparten este anhelo común de libertad y bienestar que me ha movido a escribir estas líneas.
Confío en que, pese a sus deficiencias, las leerán con ese espíritu, porque sólo tratan de expresar los mismos ideales para los que fue fundada la República y la misma vocación de dignidad por la que dieron su vida nuestros grandes héroes, Miguel Grau y Francisco Bolognesi, y tantos otros peruanos, civiles unos, militares otros, que soñaron un Perú mejor, libre y próspero, y que dieron su vida o su muerte, para que la realidad del Perú marchara con alegría y con fe, camino de ese sueño.

Pedro Gerardo Beltrán Espantoso

Guardianes de la Patria
La Fuerza Armada se debe por entero a toda la nación. Esta es su razón de ser. Sus compatriotas le han otorgado un orgulloso respaldo, al confiar en que los militares, marinos y aviadores que la integran, sabrán cumplir con el deber sagrado de mantenerse al servicio exclusivo de la Patria, único fundamento de la existencia de la noble institución militar:
El respaldo, la consideración y el respeto del pueblo en general por su Fuerza Armada, dependen de la confianza que ella logre inspirar acerca de su dedicación exclusiva a esos ideales.
Intervenir en política es abandonar esa sagrada misión y torcer el sentido de instituciones nacionales que son del país entero y no pertenecen a quienes eventualmente las dirijan.
No se trata de que sean buenas o malas las ideologías que las muevan, sino que la Fuerza Armada fue creada para servir a la Patria, a todos los peruanos, y no para que sus jefes se aprovechen en política de la situación única que ha de tener si cuenta con el respaldo de todos, pero que ha de perder al ser dedicada a las contiendas y facciones que dividan al país.
Estamos palpando ahora las consecuencias, inevitablemente funestas, de la intervención militar en la política, a costa de la autoridad moral que la Fuerza Armada había merecido y ganado en el Perú.
Es evidente que las medidas tomadas y las declaraciones hechas en su nombre no han generado popularidad. Por el contrario, los diversos sectores y niveles económicos, han perdido confianza en los jefes que hablan a nombre de la Fuerza Armada. Cada día que pasa, se los considera más como un grupo político que abusa del poder. Este sentimiento divide al país y genera creciente oposición.
Ni las declaraciones favorables de los comunistas, ni las manifestaciones acomodadas de los oportunistas políticos que medran a la sombra del poder, ni la propaganda monocorde de los periódicos parametrados, pueden llevar a creer en la popularidad del régimen. El país no se engaña. Todo el mundo sabe que los enfoques de los problemas nacionales por tales periódicos, dependen de las instrucciones del dictador de turno, por lo que es contraproducente cuanto puedan decir.
Recordemos un poco de historia. A fines del siglo pasado, la civilidad, harta de los regímenes militares políticos, se unió para poner fin al sistema de gobiernos capturados por la fuerza.
A Piérola, líder de esa civilidad, se le puede aplicar lo que decía Lenín de sí mismo: “Yo no hice la revolución: la encontré en la calle y la recogí”.
En realidad, fue el país entero que se levantó y, por eso, nada pudieron hacer los militares aunque tuvieron entonces, en Palacio, nada menos que a Cáceres, de gran reputación por su heroica campaña contra los chilenos durante la ocupación.
Contando con el apoyo general, Piérola se dedicó a formar un verdadero ejército profesional, al margen de quienes habían desconocido su sagrada misión.
Para reconstruir las fuerzas armadas desde sus cimientos, tuvo Piérola que recurrir a asesores militares de Francia, donde ya existía lo que el Perú necesitaba: una fuerza nacional al margen de la política, consagrada al servicio exclusivo de la Patria.
Así pudimos tener una institución respetada, motivo de legítimo orgullo patriótico de todos los peruanos.
¡Lección impresionante y elocuente que no comprenden u olvidan quienes hoy día vuelven a sacar a la Fuerza Armada de su misión!
¡Qué contraste con lo que está pasando hoy, cuando únicamente militares ocupan los más altos cargos, no sólo en el Gobierno, sino también en las demás entidades oficiales! El Gabinete está constituido exclusivamente por militares, con la solitaria excepción del ministro de Economía y Finanzas. Militares son, asimismo, los jefes de las empresas y organizaciones públicas.
El resto de los peruanos, fuera de los que visten uniforme, no tienen acceso a los niveles directivos. Parecen condenados a acostumbrarse a ser ciudadanos disminuidos.
¡Se comprende lo que sintió el Perú después del gran triunfo de Piérola! Hubo entonces un gobierno democrático, abierto a todos los peruanos, y una Fuerza Armada al margen de la política.
Los viejos no podemos olvidar el grito que se oía por las calles después de unas cuantas copas: “¡Viva Piérola, carajo!”. Era la expresión eufórica del triunfo, sentimiento tan arraigado en el pueblo que, aun en 1930, al término de la dictadura de Leguía repetían, a pesar de que ya habían pasado treinta y cinco años de la entrada a Lima del viejo Caudillo.
Mientras la Fuerza Armada esté dedicada exclusivamente al servicio del país, siempre habrá de recibir el respaldo de todos los peruanos sin opiniones divididas; mientras que, si ella misma se ocupa de otras cosas, su acción tiene que merecer distintos juicios y entrar en el debate público.
Entonces, deja de merecer el respaldo de todos los peruanos y comienza a tener críticos y opositores; no por ser lo que es, sino precisamente por lo contrario, por estarse ocupando de otras cosas, es que las opiniones se dividen.
Es preciso que desde el colegio se pueda enseñar que la Fuerza Armada está dedicada exclusivamente al servicio de la Patria; que, en caso de peligro, constituye su primera línea de defensa; y que, por tanto, debemos venerarla y ponerla por encima de toda discrepancia de opiniones.
La Fuerza Armada, para llenar su cometido y para responder a las necesidades de la Patria, si una eventualidad se presentara, debe gozar, permanentemente, del apoyo, la confianza y el respaldo de todos los peruanos.
La educación castrense no prepara para las actividades fuera del Ejército. No es fácil adaptarse a algo tan distinto como la vida política, la administración pública, o la actividad empresarial, si no se ha tenido antes experiencia. El desconocimiento del medio y de las técnicas que se necesitan para dominarlo, llevan a cometer errores y a sufrir sorpresas.
El militar que entra al quehacer político se hace acreedor de todas las críticas que suelen recaer sobre los políticos, justificadas o no. El resultado de esa desacreditada elección es el desprestigio del militar, que se refleja en la institución a la que pertenece. Es por eso que el caso EPSA tiene tan graves consecuencias.
En el cuartel se considera que no se puede permitir el desacuerdo con el jefe, porque el militar se educa para cumplir las órdenes. El dictador Velasco dio un ejemplo de esto. Se rodeaba exclusivamente de militares, no porque los creyera enciclopédicos, sino porque conocía, mejor que nadie, sus limitaciones para actuar fuera del Ejército. Confiaba en que la disciplina militar no permitiría a ninguno rebelarse contra sus órdenes.
Los militares son especialistas en las actividades propias del buque, la base, o el cuartel. Precisamente, la dedicación exclusiva a los problemas castrenses, los inhibe de poder abarcar igualmente otras cuestiones.
El país necesita un Ejército compuesto de oficiales formados desde su juventud; capaz; bien instruido y equipado; bien remunerado; y que no se ocupe de otra cosa que del servicio exclusivo de su Patria.
Los militares que desarrollan interés por otros trabajos, deben retirarse definitivamente del Ejército antes de dedicarse a sus nuevas aficiones, sin sacar de su cauce y su misión a la institución tutelar de la república.
En cuanto a imaginar que el aprendizaje de los conocimientos puramente militares, es sencillo y fácil de llevar a la práctica, como se ha dicho para justificar que dediquen sus “ratos libres” a especialidades que nada tienen que ver con su profesión, basta leer, para convencerse de todo lo contrario, el artículo que publicó el New York Times el 15 de marzo de 1976. Bajo el título de “Nuevas Armas de Precisión están Alterando las Teorías de Guerra de la OTAN”, y bajo la firma de Drew Middleton, se dicen ahí cosas como las siguientes:
La doctrina militar está siendo reexaminada y, en algunos casos, revisada como resultado del despliegue en larga escala de las nuevas armas desarrolladas por la Unión Soviética y sus principales aliados del Pacto de Varsovia, y los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania Occidental.
Como parte de los nuevos arsenales el artículo cita armas guiadas de precisión, naves aéreas no tripuladas y a control remoto, y rayos láser de alta energía.
Añade que las nuevas armas, con su creciente exactitud, alcance y poder mortífero, han sacudido la sabiduría militar convencional. Los oficiales alemanes de Estado Mayor comparan su impacto con el producido por el advenimiento del uso conjunto de tanques y bombarderos en la blitzkrieg alemana de 1939 contra Polonia, que estableció temporalmente la superioridad de la ofensiva.
En cambio, los expertos militares occidentales, consideran que la influencia de las nuevas armas llevará en gran medida a restablecer las capacidades de la defensiva para hacer frente a vastos ataques aéreos y de tanques.
Las tasas de producción en los Estados Unidos y sus principales aliados indican que, para 1980, la defensa de Europa Occidental dependerá enormemente de misiles guiados de precisión, de superficie a aire, de superficie a superficie, y de aire a superficie. Como resultado, se piensa que las nuevas armas probablemente restringirán seriamente la libertad de operación conjunta de los equipos de tanques, cazas y bombarderos.
Otra lección consiste en que debe hacerse un mayor esfuerzo en materia de aparatos electrónicos contraofensivos, quizá transportados en aeronaves no tripuladas, y que enceguecerán y desorientarán a los sistemas de guía de las unidades enemigas de misiles.
Las concentraciones de hombres y de armas serán altamente peligrosas, y debe ponerse un mayor énfasis en disimular y camuflar las unidades blindadas, la artillería y la infantería.
En fin, habría que citar prácticamente todo el artículo si se quisiera mencionar la infinidad de modificaciones en la táctica y la estrategia militar, que se prevén como resultado directo de los nuevos desarrollos científicos y técnicos en materia de armamentos.
Es, por tanto, inexacto que los militares peruanos puedan darse el lujo de dedicar sólo parte de su tiempo a estudiar esos nuevos desarrollos, que algún día serán indispensables para la protección de la seguridad de la Patria, que es la razón de ser de nuestra Fuerza Armada, que cuenta con tan gloriosa historia en todas sus instituciones y armas.
Pero, pensar en una formación híbrida, es desconocer la verdadera misión de la Fuerza Armada. Eso tenemos que defender por encima de todo. Lo que necesitamos es una Fuerza Armada que merezca el apoyo de todos los peruanos, y su veneración a los que dediquen su vida a tan noble finalidad.
Esto es de importancia por lo que ya se está oyendo según La Prensa parametrada del 19 de diciembre de 1975 en la versión de una ceremonia, que comienza así:
El Ejército en el Perú no puede darse el lujo de tener un personal netamente castrense divorciado de su realidad nacional; es por eso que el oficial peruano es integralmente preparado para ser el germen de la nueva cruzada hasta en el último rincón del país donde sea destacado.
Y luego, dice que:
Los conocimientos exclusivamente militares, dirigidos normalmente a destruir a un enemigo convencional, son relativamente fáciles de aprender y sencillos de ejecutar. Después:
Hay otros enemigos más implacables, endémicos inmisericordes y más poderosos, sobre los cuales el proceso revolucionario de la Fuerza Armada ha puesto la mira.
Estos enemigos son: el subdesarrollo, la ignorancia, el hambre, las contradicciones sociales, nuestra orografía y las obras de infraestructura, que sí constituyen una guerra muy difícil y que va a ser muy larga.
Esa guerra requerirá de hombres, no sólo conocedores de las dificultades, no sólo conscientes en que ésta sí es una Guerra Santa, sino inclusive, alienados en el sentir de que derrotando a estos enemigos, el sol luminoso de un futuro promisor, de un porvenir brillante, puede llevar al Perú a alturas jamás soñadas y alcanzar esa patria grande que tanto deseamos.
Más adelante se lee:
Refiriéndose al CIMP, se manifestó que constituye la verdadera Universidad de Militares del Perú.
Y luego:
El oficial peruano tiene que ser diferente, no puede ser ciento por ciento castrense. Su preparación tiene que ser y es actualmente integral, porque él debe ser el germen de esta nueva cruzada en el último rincón del país donde sea destacado.
Imaginar que el CIMP puede servir de “Universidad” para que los oficiales lleguen a dominar los arduos problemas del Perú, es desconocer la realidad. Creer que es posible saberlo todo por haber seguido un curso o un cursillo, es peligrosísimo y contraproducente. Así se alienta a los oficiales a considerarse expertos instantáneos en cualquier problema y a cometer gravísimos errores que arruinarán su reputación personal y, a la vez, echarán sombras de duda sobre la
institución a la al pertenecen. Un militar, a cargo de un Ministerio, es responsable de la orientación del mismo. Como sus conocimientos en la materia están limitados a las generalidades del problema que tiene que afrontar y que pueda haber aprendido en “su universidad CIMP”, los verdaderos responsables son el grupito de “expertos” e ideólogos en que el ministro deposita toda su confianza y que no responden ante nadie por sus decisiones.
Esos pocos se aprovechan de la situación privilegiada en que están, confiados en su anonimato; y el ministro, encandilado por sus “expertos”, bendice su suerte por tener a su lado a tan brillantes cerebros que le permiten impresionar a los otros miembros del Gabinete.
Los peruanos no estamos de acuerdo con que “el oficial peruano tiene que ser diferente, no puede ser ciento por ciento castrense”; que “los conocimientos exclusivamente militares, son relativamente fáciles de aprender y sencillos de ejecutar”; y que “el Ejército en el Perú no puede darse el lujo de tener un personal netamente castrense”.
El Perú sí puede -y debe- darse el lujo, que no, es un lujo sino necesidad y deber patriótico, de mantener un personal netamente castrense dedicado exclusivamente al servicio de la Patria, de acuerdo con el juramento que se presta al entrar a los Institutos Armados.
La preparación del soldado es única. No es posible llegar a lucir virtudes castrenses sino habituándose a ellas en esa clase de educación, dedicada a formar a un verdadero Ejército.
La educación que un joven recibe en la Escuela Militar y en el cuartel, durante su carrera, tiene la gran virtud de hacer de él un verdadero militar; es decir, un hombre dedicado a servir a su Patria en la milicia, y preparado para el caso en que el país necesite de él, en el campo de batalla.
Nada contribuye más a desarrollar el patriotismo y el deber para con la Patria, que el ejemplo de un joven militar que se mantiene por encima de cualquier división política. Nadie lo critica; todos lo celebran y lo admiran.
Quien se preocupa por otros problemas que tiene el Perú, que merecen especial atención, pues que no piense en desvirtuar la dedicación exclusiva que la Fuerza Armada debe tener para cumplir con su misión. Para esas otras especialidades, debería pensarse en centros de investigación y enseñanza, independientes de la Fuerza Armada.
Se podría establecer, por ejemplo, que después de uno o dos años en la Escuela Militar, cada uno de los estudiantes tuviera la posibilidad de elegir o ingresar definitivamente a la Fuerza Armada, escogiendo entonces el ramo que prefiriera; o dedicarse a alguno de esos otros estudios, optando por ir a la escuela especializada en la materia, que no tendría nada que ver con la Fuerza Armada.
Si se quiere hacer algo, con el solo fin de desarrollar al país, enhorabuena, que se haga con personal debidamente preparado y educado exclusivamente para eso, pero no desviando a los militares de su misión.
Un político colombiano, gran estadista, que fuera presidente de su país, Alberto Lleras Carilargo, honroso responsable de restablecer la democracia en Colombia, dijo con claridad meridiana lo que yo avalo hoy para la Fuerza Armada del Perú.
Ya elegido Presidente, después de la dictadura de Rojas Pinilla y poco antes de asumir la Primera Magistratura, Lleras Camargo tuvo una reunión con los jefes y oficiales de las Fuerzas Armadas de su país, en el teatro Patria, de Bogotá, el 9 de mayo de 1958, es decir, hace casi veinte años. En esa ocasión les dijo:
Esta entrevista entre ustedes y yo, para mí gratísima, tiene una importancia muy grande para Colombia. Este acto es histórico, aunque sea como yo lo he pedido a los jefes militares, privado. Y es histórico, no porque ustedes y yo seamos seres excepcionales, que hacen historia con cada movimiento o cada palabra, sino porque ustedes y yo representamos en este momento cosas esenciales de la República que, si son claras para todos nosotros, pueden traer al país una época de paz y bienestar. Y que si no las entendemos bien y no las aprecian con igual claridad todos nuestros compatriotas, seguirán siendo el origen de perturbaciones y dificultades innumerables.
¿Qué son ustedes y qué representan? Yo creo saberlo y si no lo supiera, sin equívocos ni dudas, tengan ustedes la certidumbre de que no estaría hoy hablándoles aquí en estas condiciones.
Claro que todos sabemos que ustedes son la Fuerza Armada de Colombia. Pero para muchos de nuestros compatriotas y tal vez, para algunos de ustedes, el concepto de Fuerza Armada está ligado a circunstancias cambiantes, a lo que hoy son, a lo que hoy representan, a los sufrimientos presentes, a las glorias inmediatas o un poco más lejanas. Pero yo soy muy adicto a ir a los orígenes de las cosas, porque sólo en ellos se descubre su exacto sentido.
La humanidad es, por fortuna, muy vieja, y si recorremos su paso por el planeta, hacia atrás, hasta sus orígenes más remotos, descubrimos con asombrosa facilidad por qué estamos aquí reunidos, por qué hay un grupo de cuarteles en este cantón, por qué hay diversidad de armas y de servicios, por qué, en fin, hay gentes armadas dentro de una sociedad que teóricamente al menos debiera andar desarmada.
Los primeros pueblos, las primeras tribus que se organizaron como un rudimento de nación no tenían ejércitos, porque eran un ejército. Ejército ambulante en las tribus nómades, ejército parapetado y defensivo en aquellas que se fueron estableciendo con el ánimo de sembrar, cultivar, coger cosechas. Aún los campesinos eran parte de las milicias. Los jefes de Estado, si así pudieran llamarse, o lo que hoy corresponde a ellos, eran los jefes de las milicias. Eran los más fuertes, los que golpeaban mejor con la maza, los más astutos, los más desconfiados. Ninguno murió en su cama porque no había cama, y porque además la transmisión de mando se hacía de la manera más ejecutiva: se le cortaba al jefe la cabeza y se le ponía el casco de crines a otro, generalmente al asesino...
...Va apareciendo ya la necesidad de dividir el trabajo y de que alguien legisle, es decir, que haga las leyes, alguien que diga cómo se aplican en cada caso, alguien que las haga cumplir, alguien, en fin, que ponga la fuerza al servicio de la ley desamparada e inerme.
Con la civilización creciente, los nuevos artefactos, las nuevas armas, el oficio de la defensa de las fronteras y del orden en naciones muy complejas y pobladas, se hace a su vez, muy arduo. Ya no se puede contratar mercenarios como en las ciudades italianas, para que combatan y mueran mientras la gente dentro de las murallas hace negocios y se divierte. Porque los mercenarios venden su fuerza y no tienen afección por la ciudad a que sirven. Aparece el servicio militar que Maquiavelo y César Borgia aconsejan, adivinan y practican. Ese servicio es el Ejército Nacional, arrancado del pueblo, movido por un interés superior, por una idea más alta, por un sentimiento más ambicioso que el de la simple defensa primitiva. La Patria está en marcha. Los estados nacionales y nacionalistas comienzan a formarse. Y ya estamos en nuestro tiempo.
Los Ejércitos vienen a ser entonces el más alto, puro, noble servicio nacional. No se entra a ellos por la paga, ni por ningún estímulo pequeño. Sino porque se va a servir de la manera más peligrosa, y porque se va a vivir en función de gloria con una constante perspectiva de muerte. ¿Para qué? Para que los demás vivan en paz, siembren, produzcan, duerman tranquilos y sus hijos y los hijos de sus hijos sientan que la Patria es un sitio amable y bien guardado. Es el oficio más abnegado, porque no espera ni compensaciones ni reconocimientos inmediatos. La mayor parte del tiempo la Fuerza Armada no hace sino estar, existir, precaver, con su sola presencia, que no ocurra nada malo; ni invasiones, ni asaltos, ni guerras. Pero si algo ocurre, el soldado tiene que ir a poner el pecho para defender a los que están detrás de él. Semejante tarea sólo tiene paralelo, menos en el peligro, con las vidas maceradas de los monjes y de los santos. Por eso se rodea de ciertos privilegios, honras, fueros que no tienen los demás ciudadanos comunes. Por eso y porque además esos atributos son absolutamente indispensables.
La educación del que comanda gentes de armas es excepcional, como lo es en
menor grado, la del soldado. Nada de lo que ocurre en las unidades militares deja
de tener sentido. Todo es preparación constante para el minuto de riesgo y de muerte.
En cambio, la educación de los paisanos es para la paz, el disentimiento, la controversia, el trabajo sin riesgos y no es necesaria una tan rígida disciplina.
Obedecer es fundamental, básico, insustituible en la unidad armada, porque cuando se está ante la muerte o en batalla, discutir es perder la empresa. Es muy peligroso que se desobedezca una orden, que por insensata que parezca, ejecutada por cien o mil hombres con rigurosa disciplina, puede conducir a la victoria o minimizar el desastre. La acción guerrera necesita rapidez, unidad, decisión inmediata y, todo eso, no da tiempo para juzgar todos los aspectos de la cuestión.
La preparación militar requiere, pues, que el que dé las órdenes haya aprendido a darlas sin vacilar, y tenga hasta donde es posible, todo previsto; y que el que las recibe, las ejecute sin dudas ni controversias. Exactamente al revés de la sociedad civil, que tiene la única garantía de su libertad y de su acierto en que haya tiempo para discutir, para oír opiniones y para discrepar. El peligro es el factor que hace toda la diferencia entre la una y la otra.
Lo primero que se aprende al llegar a un ejército moderno, es que cada uno de sus cuerpos tiene una misión, un cometido, una capacidad y un oficio diferente. La preparación para una unidad blindada no forma automáticamente un artillero, ni un operario de comunicaciones puede servir eficazmente en una patrulla, cómo no lo será dentro de la sociedad civil, complejísima, que no tiene vínculo alguno entre sí, sino el del territorio. Por eso, las escuelas civiles como las militares, preparan gente para todos los oficios y profesiones. Cada una tiene su ética, tiene sus reglas, tiene su sistema. No es lo mismo mandar en una universidad que en un regimiento.
Toda la vida de ustedes ha estado dedicada a aprender, a obedecer y, como consecuencia, a saber mandar, cuando le llegue su tiempo; pero, a mandar personas que no deliberan sobre sus órdenes ni las discuten. Es un ejército radicalmente distinto del mando en la vida civil.
Si yo pretendiera mandar una unidad mínima de caballería, que es mi arma, puesto que tengo el privilegio de ser coronel honorario de la escuela, entraría inmediatamente a discutir con los oficiales y la tropa, a consultar su opinión, a cavilar, a tratar de poner a todo el mundo de acuerdo y aun a adivinar los intereses y sentimientos de los caballos. No lograría hacer avanzar dos kilómetros a mi unidad. Pero si se trata de poner gente de acuerdo, no sometida a ninguna disciplina, acostumbrada a concebir diferentes maneras de hacer las cosas, con capacidad para hacerla por su cuenta, sin mi consentimiento, probablemente, como se ha visto en estos últimos años, podría lograr algunos resultados. Hemos sido educados para funciones diferentes y para distintas maneras de servicio. Esto es todo. El de ustedes es más peligroso y allí reside su nobleza.
La política es el arte de la controversia por excelencia. La milicia, el de la disciplina. Cuando las Fuerzas Armadas entran a la política, lo primero que se quebranta es su unidad, porque se abre la controversia en sus filas. El mantenerlas apartadas de la deliberación pública no es un capricho de la Constitución, sino una necesidad de su función. Si entran a deliberar, entran armadas. No hay mucho peligro en las controversias civiles, cuando la gente está desarmada. Pero si alguien tiene a sus órdenes, para resolver la disputa, cuando ya carezca de argumentos o pierda la paciencia, una ametralladora, un fusil, una compañía o las Fuerzas Armadas, irá a todos los extremos, se volverá más violento, será irrazonable, no buscará el entendimiento sino el aplastamiento y todo acabará en una batalla.
Por eso las Fuerzas Armadas no deben deliberar, no deben ser deliberantes en política. Porque han sido creadas por toda la Nación, porque la Nación entera, sin excepciones de grupo, ni de partido, ni de color, ni de creencias religiosas, sino el pueblo como masa global, les ha dado las armas, les ha dado el poder físico con el encargo de defender sus intereses comunes, les ha tributado los soldados, les ha dado fueros, las ha libertado de las reglas que rigen la vida de los civiles, les ha otorgado el privilegio natural de que sean gentes suyas quienes juzguen su conducta y todo ello con una condición: la de que no entren con todo su peso y su fuerza a caer sobre unos ciudadanos inocentes, por cuenta de los otros. Además, esa condición es indispensable, porque si las Fuerzas Armadas tienen que representar a la nación ante presuntos enemigos exteriores, necesitan de todo el pueblo, del afecto nacional, del respeto colectivo, y no lo podrían conservar sino permaneciendo ajenas a las pugnas civiles.
Las Fuerzas Armadas no pueden, pues, tener partido. En cambio, una sociedad civil sin partidos, no existe, ni puede operar una democracia sin ellos. Todo el mundo tiene un concepto sobre lo que debe hacerse en el gobierno. Esos conceptos pueden prevalecer en todos los gobiernos, puesto que son contradictorios. Haciendo un promedio entre ellos, concesiones y transacciones, las gentes se aglomeran en partidos y con ellos gobiernan o con ellos se oponen al Gobierno. El partido, así concebido, es un canal de opinión y no es lícito sino conveniente, que la opinión cambie de canales, que engrose uno cuando quiere ir hasta cierto rumbo y que lo abandone cuando se convence de que un determinado rumbo está equivocado.
...Si las Fuerzas Armadas entran a la política y a la dirección del Gobierno, entran inevitablemente en la disputa sobre si el Gobierno es bueno o malo. Inmediatamente se forma un partido, el suyo, y el otro, el adversario del Gobierno. Dividen a la Nación en vez de unificarla. Es que aún con las mejores intenciones, no se puede gobernar al gusto de todos. Eso es contrario a la naturaleza de las cosas. Y el desprestigio que cae sobre todo gobierno, no puede caer sobre una institución armada sin destruirla. Si los jefes deliberan en plaza pública, dan opiniones sobre materias ajenas a la milicia, sufren equivocaciones, se enredan en los inevitables líos de gobernar, los oficiales subalternos se sentirán obligados a discutir su conducta, que ya escapa a la disciplina del oficio, y hasta los soldados entrarán en la controversia. Ejércitos, Armadas, Fuerzas Aéreas, Fuerzas Policiales, sometidas a ese tratamiento, se anarquizan y se desbaratan.
Porque así entiendo yo las funciones de Gobierno y las de las Fuerzas Armadas, no he querido jamás que se confundan ni entreveren... Yo no quiero que las Fuerzas Armadas decidan cómo se debe gobernar a la Nación, en vez de que lo decida el pueblo; pero, tampoco quiero, en manera alguna, que los políticos decidan cómo se deben manejar las Fuerzas Armadas en su función técnica, en su disciplina, en sus reglamentos, en su personal.
Esas dos invasiones son funestas y, en ambos casos, salen perdiendo las Fuerzas Armadas. La política mina la moral y la disciplina de las Fuerzas Armadas. Las Fuerzas Armadas, al transgredir el límite de sus funciones, entran a la política y la dañan. La dañan simplemente porque nadie las invita a entrar a la política sino con el ánimo de que echen bala por su cuenta, pongan los muertos, destruyan a sus enemigos y defiendan intereses ajenos a las conveniencias generales de la República.
Al término de estas extralimitaciones, las Fuerzas Armadas regresan a su oficio primitivo rodeadas de adversarios, sin prestigio, sin gloria y sin amigos.
Porque entiendo así las cosas, jamás he pensado que las Fuerzas Armadas juzguen que es una conducta inamistosa mi oposición a que sean cosa distinta de lo que deben ser. Tal vez sea yo uno de los colombianos vivos que más ha escrito, hablado y pensado sobre la misión de las Fuerzas Armadas y desafío a cualquiera que encuentre una sola línea, una sola palabra, una sola expresión de las emitidas en treinta años de vida pública que sea, no digo hostil, pero siquiera crítica para las instituciones armadas de Colombia.
Ni aún en los días de combate político legítimo contra el gobierno personal de un jefe militar, hay un solo instante en que no estableciera el necesario divorcio para mí clarísimo, entre los Institutos militares, sujetos a la disciplina, y el jefe de un gobierno capaz, como todos, de cometer errores, faltas y abusos. Expliqué entonces muy bien a la opinión pública cómo era un imposible jurídico, moral, físico, que se pudiera gobernar a nombre y en representación de las Fuerzas Armadas y que ellas gobernaran en realidad, si su misma estructura interna impide que deliberen y que discutan y que asuman responsabilidades diferentes de las que sus reglamentos les indican estrictamente, en cada escala de la jerarquía, desde el jefe hasta el cabo.
Pretender que las Fuerzas Armadas estaban gobernando cuando se hacían nombramientos, cuando se decretaba, cuando se contrataba, cuando se determinaba sobre la vida civil, cuando se disponía sin restricción alguna de la suerte de trece millones de colombianos, era pretender lo imposible, lo inverosímil.
Tuve dos empeños en esas campañas: que hubiera en la mente pública una clarísima distinción entre el Presidente, su Gobierno y sus actos; y las Fuerzas Armadas. Y luego, que no hubiera conspiración, ni indisciplina, ni insubordinación, ni entendimiento entre civiles y militares para derrocar al Gobierno, sino que se mantuviera, al llegar la inevitable crisis, la unidad total de las Fuerzas Armadas para impedir su destrucción y para que no cayera ninguna mancha sobre su prestigio. Ambas cosas se lograron y estoy orgulloso de ello. La verdad es que un año después de esos días difíciles, el pueblo respeta más sus instituciones armadas, las aprecia, sabe que las necesita y confía en ellas...
....El orden constitucional, la paz, la seguridad del Gobierno, la tranquilidad del pueblo, van a estar, como deben, confiadas a los miembros de las Fuerzas Armadas. Yo seré el símbolo del pueblo inerme que deposita la totalidad de su confianza en las Fuerzas Armadas.
Eso debe ser el Mandatario de una República, como estoy ahora aquí, solo, entre ustedes, así estaré hasta el término de mi mandato. Esa frágil figura civil será, hasta el límite de sus capacidades y de sus energías, el símbolo de la voluntad nacional. Se puede quebrantar con un gesto, con un ademán, sin esfuerzo alguno. Pero si se quiebra, se quiebra con ella la historia de la república, la honra de las Fuerzas Armadas, la fe entre las gentes. Y todo lo que sigue es el vacío, la fuerza, la coacción, la incertidumbre, la ley de la selva, sustituyendo a la Ley Fundamental de la Nación.