martes, 20 de diciembre de 2011

Pedro Gerardo Beltrán Espantoso

¡Sin maquinita!

Puede decirse que la puerta falsa quedó cerrada al renunciar definitivamente a todo recurso a la “maquinita”. Desde un principio se introdujeron todas las economías posibles. Pero siempre quedaban pagos pendientes que no se satisfacían por falta de dinero. Así se iban acumulando sumas al enorme saldo que se arrastraba desde el pasado.

Felizmente la economía respondió muy pronto a la nueva política. Al acentuarse la confianza en ésta, las entradas del Tesoro Público aumentaron. No debe sorprender que así ocurriera. Ello no podía deberse a resultados obtenidos por la nueva política, ya que no había habido realmente tiempo para ello, pero el efecto sicológico no sólo comienza a activar la vida económica, sino que hasta parece mover a una gran cantidad de gente a ponerse al día en el pago de sus deudas para con el Estado. De hecho, poco a poco, aunque muy lentamente al principio, la situación fue mejorando.

Sucede exactamente lo mismo, alguien me hizo notar, cuando empieza a cundir el pesimismo sobre el futuro económico. En ambos casos, es el efectivo sentir íntimo, de la generalidad de la gente el factor definitivo. Cada persona toma decisiones y da pasos de conformidad con lo que piensa acerca del futuro. En un caso, los animan las expectativas alentadoras; en el otro, los retraen temores sobre lo que va a ocurrir, y entonces no sólo desisten de cualquier proyecto, sino que sólo se preocupan en buscar refugio para poner a salvo lo que puedan (“¡Sálvese quien pueda!”).

Estas mareas altas y bajas de la confianza y de la desconfianza de la gente, no pueden contenerse con programas ambiciosos y estridentes, ni con promesas ni con amenazas de los gobernantes. Cuando la gente pierde la confianza, es imposible pretender que actúe como si creyera que las cosas van por buen camino.

Entonces, el Gobierno, lejos de encontrar refuerzo en la confianza y en la actividad de los más, se va quedando solo sin encontrar algo que pueda sustituir esa acción individual, única base sobre la que puede construirse una economía sólida y próspera. Base, por lo demás, necesaria, para que exista más trabajo, menos desocupación y más producción; que haga posible, en suma, la ansiada elevación en el nivel de vida.

Sólo en condiciones semejantes puede contar un Gobierno con terreno propicio. Nunca estará a su alcance la función que corresponde desempeñar a la actividad de la gente. Porque el Gobierno, por sí solo, muy poco o nada puede hacer.

No cabe duda que entonces la opinión general era optimista. Se tenía confianza en que el presupuesto del año siguiente estaría, por fin, equilibrado. Aún en el ejercicio vigente, el Gobierno no habría de gastar sino lo indispensable, porque implantaría todas las economías que estuvieran a su alcance.

La resolución de no recurrir al Banco Central de Reserva tenía que ser man-tenida firmemente. Además, había que resolver el problema de las órdenes de pago al Tesoro Público que permanecían pendientes. Pero antes, todavía, tuve que dedicarme a algo de carácter más urgente, que se agravaba con tanta rapidez que ya no era posible postergar su atención.

Como hemos visto, agotadas las reservas del Banco Central, se había acostumbrado a recurrir al Fondo Monetario Internacional, que sólo presta ayuda, en tales casos, por cantidades limitadas. En vez de reservas, tenía entonces el Banco de Reserva obligaciones en moneda extranjera, o, como yo las llamaba, “reservas negativas”. Este era el resultado de la política anterior de “maquinita” para hacer frente al déficit del presupuesto con préstamos del Banco de Reserva, con lo que sólo se intensificaba la inflación y se agudizaba el encarecimiento general, con el desprestigio consiguiente para el Gobierno y con generalización del pesimismo.

Alcanzado el máximo del endeudamiento posible con el Fondo Monetario, el banco tuvo que cerrar sus ventanillas. El mercado, sin tener de dónde abastecerse, a una demanda creciente, vio al dólar irse para arriba, pese a todas las declaraciones oficiales que habían aseverado que jamás se permitiría semejante alza. Estas declaraciones, por lo demás, en todas partes del mundo, nunca traen tranquilidad a nadie.

Tal era la situación cuando Manuel Prado me llamó. La ansiedad general era tan grande que, apenas se rumoreó la posibilidad de que se impusiera la política preconizada por La Prensa, el dólar dejó de seguir subiendo. Confirmadas las expectativas, el dólar comenzó a flaquear y pronto estuvo de baja en el mercado.

En ese entonces, funcionarios del Fondo Monetario Internacional, que visitaban Lima, manifestaron al gerente general del Banco de Reserva, Hipólito Larraburre Price, buen amigo mío, que tenían que verme inmediatamente.

En otra época esta indicación casi hubiera equivalido a una orden para un ministro de Hacienda en apuros. Pero yo estaba demasiado ocupado para atenderlos con la presteza que ellos requerían. Tuvieron, pues, que esperarme mientras veían voltearse las últimas tortillas. Cuando los recibí, finalmente, eran hombres muy distintos, menos arrogantes, pues ya nada tenía yo que pedirles, ni siquiera los consejos que, con aire de superioridad, se habían acostumbrado a impartir.

Al consolidarse la opinión favorable a la nueva política, aumentó la afluencia de dólares. Era preciso entonces tener en cuenta que quienes traían divisas del exterior vendían esa moneda extranjera al Banco Central de Reserva, que a su vez, pagaba el importe en soles.

Paradójicamente era esto un factor inflacionista de primer orden. En efecto, sea cual fuere su causa, el aumento de billetes en circulación produce siempre el mismo efecto en el nivel de precios.

En todo tiempo y lugar, al renacer la confianza, han retornado al país de origen los fondos que fueron enviados al extranjero durante los tiempos malos. Por añadidura, vienen también capitales deseosos de financiar nuevas inversiones o de ampliar las existentes. Todo ello es buen indicio. Pero, al mismo tiempo, causa el aumento de la circulación a la que acabo de referirme.

Para controlar este aspecto inflacionista de la compra de dólares por el Banco Central de Reserva, consideré conveniente limitar el uso que los bancos comerciales podían hacer de los nuevos soles que, por esta causa, entraban a la circulación y que se depositaban en las instituciones de crédito.

Como es sabido, los bancos no disponen para sus operaciones únicamente de su capital, sino también y en mucha mayor escala, de los depósitos de sus clientes. Por tanto, un aumento en sus depósitos hace posible un aumento mayor en sus operaciones de préstamos, de descuento de letras, etc. El dinero así prestado, es depositado en el mismo banco o en otro, lo que a su vez hace posible un número aún mayor de operaciones nuevas.

Resulta así que el efecto inflacionista es varias veces mayor que la cantidad a la que ascendió el depósito original.

Según la ley, los bancos no pueden utilizar en sus operaciones el íntegro de los depósitos recibidos de sus clientes, sino que están obligados a conservar en caja un determinado porcentaje que se denomina precisamente “encaje”. En tiempos normales, es habitual un encaje del 15 por ciento, es decir, que de cada cien soles recibidos en depósito, los bancos sólo pueden prestar 85 soles.

Como el peligro de la inflación, que surgía con la nueva afluencia de dólares, crecía aceleradamente y eran cada vez mayores las ventas de moneda extranjera al Banco Central de Reserva, resolví imponer un encaje del 100 por 100 para todo nuevo aumento en los depósitos de cada banco. De esa manera, en adelante, los bancos tenían que guardar íntegramente en caja, como reserva, el incremento en los depósitos.

Si bien el depósito de un cliente podía ser utilizado por él como quisiera, de ningún modo haría eso posible un aumento en los préstamos del banco en que hiciera tal depósito.

Como la medida no afectaba la situación bancaria en el momento en que fue dictada, al principio, todo el mundo parecía aceptarla sin reparo.

La política de máximas economías y de equilibrio presupuestal para el año siguiente determinó que cesara de incrementarse la acumulación de libramientos impagos. Pero era indispensable sanear la situación del Tesoro Público para que éste pudiera funcionar regularmente e inspirar plena confianza. Los retardos en el pago de los libramientos originaban pugnas entre sus tenedores para conseguir atención. No sólo era insoportable el desorden consiguiente, sino que se prestaba a toda clase de “influencias”. Había quienes ofrecían, a cambio de una comisión, sus servicios para lograr atención a los tenedores de libramientos impagos. Entre miles y miles de documentos y millones de soles, todo podía ocurrir.

Todo esto era fuente de desprestigio para el Gobierno. También encarecían las compras del Estado, puesto que el vendedor tenía que ponerse a buen recaudo. Era improbable que cotizara igual precio para el particular, que podía pagarle al contado, y para el Gobierno, que nunca se sabía cuándo podría pagarle. Tampoco se sabía cuánto tiempo habría que esperar el cobro o si habría necesidad de ponerse en mano de los comisionistas “influyentes” y, por último, qué pandemonios tendrían que vivir para llegar a conseguir el pago.

Para acabar con esta insoportable situación no había sino una solución: conseguir la suma necesaria para limpiar, de una vez por todas, las deudas pendientes del Tesoro. En otras palabras, proceder igual como en cualquier casa decente y, en adelante, asegurar el pago de toda factura a su presentación, tal como hace un banco con un cheque girado por quien tenga en su cuenta dinero suficiente. Era preciso que igual cosa ocurriera con el Tesoro, a fin de permitirle estar siempre en situación de cancelar los libramientos que se le presentaran, una vez que el presupuesto estuviera equilibrado.

El problema consistía entonces en conseguir los muchos millones necesarios sin recurrir en forma alguna, ni directa ni indirectamente, al Banco Central de Reserva, a la “maquinita”.

El Gobierno nunca había emitido obligaciones que no contaran, al menos, con el redescuento o compra posterior por el Banco Central de Reserva. Todos creían que sería imposible proceder de otra manera. “¿Estás loco?”, me decían espantados.

Reuní a los dirigentes de los bancos y todos eran de la misma opinión. Recuerdo que don Augusto Wiese, el hombre de finanzas de mayor peso en ese entonces, presidente del Banco que lleva su apellido, era el más enfático. Me dije que, como amigo, sentía que debía decirme cómo eran realmente las cosas.

Pero el asunto tenía tanta importancia que no era posible dejar “las cosas” en el estado en que se hallaban.

En todo país ocurre que, en determinadas épocas, los Gobiernos requieren de financiamiento temporal de corta duración. Recordé entonces cuántas veces había conversado con mi gran amigo Eugene R. Black, quien formó el Banco Mundial y del cual era entonces presidente, sobre las innovaciones que era necesario introducir en países como el nuestro para desterrar el recurso a la emisión de billetes por el Banco de Reserva para hacer frente a cualquier eventualidad.

Como carecíamos de experiencia en la materia y además era necesaria una para autorizar este género de operaciones, pensé en acudir al propio Banco Mundial para que nos aconsejara con el pleno conocimiento que tenía en esta materia.

Eugene Black se interesaba mucho por sanear las finanzas de nuestros países. A mi sugerencia, hizo una visita a Lima, especialmente con este objeto. Tras estudiar minuciosamente el caso, y después de llegar a conclusiones claras sobro lo que convenía hacer, Black se marchó, no sin prometerme enviar de inmediato a George L. Martin, quien, con todo éxito, venía realizando operaciones de este tipo en distintos países por encargo del Banco Mundial.

Yo no recordaba su nombre, pero cuando llegó a Lima, resultó ser precisamente la persona que había estado presente en las reuniones que, sobre la materia, había tenido yo en las oficinas del Banco Mundial.

El proyecto de ley que autorizaba la emisión de bonos ya había sido enviado a las Cámaras, que no demoraron en aprobarlo. Quedaba por hacer lo más importante, aquello en que Martín tenía experiencia mundial, es decir, asegurar el éxito de una emisión de bonos sin posible recurso, directo o indirecto, antes o después, al Banco Central de Reserva. Para esto era cuestión previa determinar el tipo más bajo posible de interés que debían ganar los bonos sin poner en peligro el éxito de la emisión.

Antes de la llegada de Martín, parecía prevalecer la opinión de que el tipo de interés no podía ser inferior al 12 por ciento al año; pero, después de sondear el posible mercado y de hablar con la gente que él consideró conveniente, tal como había hecho en otros países, en que por primera vez se hacía una emisión de bonos en esas condiciones, llegó a la conclusión de que sería suficiente un interés del 10 por ciento. Finalmente, se acordó lanzar al público la emisión de bonos del Tesoro al portador, con ese tipo de interés, por un total de 250 millones de soles, con vencimientos en fechas determinadas.

Para actuar así, se prescindió de la poca fe de muchos, inclusive de los diferentes financieros, que no comprendían cómo el Gobierno podía aventurarse a correr el riesgo de un fracaso.

La disposición de ánimo de la opinión pública hizo posible un éxito que nadie, antes, había podido imaginar. Las suscripciones excedieron en más del 60 por ciento la cantidad de bonos emitidos y puestos a la venta.

Así fue posible sanear de una vez por todas el Tesoro, y entrar en un régimen de orden en que los libramientos serían pagados a su presentación, sin forcejeos y sin dar posibilidad a que ofrecieran sus servicios, a cambio de una comisión, los que se presentaban como “influyentes”. Ya no tendría el Gobierno que pagar precios más altos que otro comprador. Los vendedores competían libremente entre ellos. Recuerdo las rebajas sustanciales que hubo en los precios de las compras gubernamentales. La gente no podía creer al escuchar que éstos se pagaban como los cheques en un banco. El fenómeno era tan novedoso y tan contrario a lo que había sido siempre, que tomó tiempo acostumbrarse al nuevo estado de cosas.

En cierta ocasión, al comentar lo que se había logrado en este campo, en presencia del Ministro de Guerra, éste me interrumpió para decirme que, sin embargo, los militares siempre tenían que esperar para el pago de los libramientos.

Al ver al día siguiente al Tesorero Público, le comuniqué lo que me había manifestado el General Ministro. El Tesorero contestó: “Déjeme usted, nomás, que yo sé cómo entenderme con los militares... Son gente muy engreída”. Yo le indiqué que mejor sería que se atuviera siempre a la misma regla para todos.

Si bien la colocación de los bonos había permitido poner en orden el funcionamiento del Tesoro Público y hecho desaparecer los millones de soles acumulados en libramientos impagos, precisaba resolver el problema de atender al servicio de los mismos bonos. ¿De dónde iba a salir el dinero para pagar los intereses de los bonos y su cancelación? Para no afectar el valor de la moneda, sólo había una manera: que el dinero que se necesitaba pasara de los contribuyentes al Tesoro Público. De ese modo, no aumentaría la cantidad de dinero en circulación, que es precisamente lo que produce la inflación.

Hasta entonces, un impuesto como el de la renta, gravaba los ingresos del ejercicio anterior. Por tanto, se pagaba con doce meses de retardo, contrariamente a lo que ocurría con los demás impuestos, que se cobraban, al día; es decir, al mismo tiempo que tenían lugar las transacciones sobre las que recaían.

En vez de poner un nuevo impuesto, se llegó a concluir, tras mucho estudio, que era mejor igualar el tratamiento tributario, de manera que, en adelante, todos los impuestos se pagarían el mismo año. Por supuesto, esto significaba una fuerte presión sobre los contribuyentes pero por una sola vez.

En otras palabras, durante esos doce meses, pero únicamente entonces, los contribuyentes pagarían los impuestos de dos años; pero, en adelante, los impuestos sólo gravarían las rentas del mismo año en que tenían que pagarse.

Bien fuera porque las cosas en general seguían mejorando y la economía se reactivaba, bien fuera porque las tasas de los impuestos no habían sido elevadas, es un hecho que la aceptación a la medida fue general.

Para asegurar que en adelante la cancelación de toda orden de pago y de los libramientos se produjera a su presentación, era preciso que el Tesoro contara siempre con caja. Esto se logró al no gastar todos los ingresos, ya que el presupuesto, en vez de ser deficitario como ocurría antes, ahora arrojaba un superávit.

Así se consiguió que el Tesoro dispusiera normalmente de alrededor de mil millones de soles en cuenta corriente en los bancos, lo que le permitía hacer frente a sus pagos sin dificultad.

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