martes, 20 de diciembre de 2011

Pedro Gerardo Beltrán Espantoso

“La cabeza de turco” y el valor del dinero

A nadie debe sorprender la reacción común de la gente ante el alza de los precios. Las amas de casa que acuden al mercado, se vuelven, como es humano, contra el vendedor, que cada día alza sus precios. Lo tratan como al verdadero culpable; en otras palabras, lo convierten en “cabeza de turco”. “Y el gobierno –dicen ellas–, ¿por qué no castiga a los vendedores, que cada día cobran más?”. Otras dicen: “¿Será posible que los hombres del gobierno no se den cuenta de lo que está pasando? ¿Pueden las alturas del poder volverlos insensibles hasta tal extremo?”.

Entonces, para “satisfacer” el descontento general, el Gobierno lanza decretos por los que fija precios tope y sanciones, multas y penas, para los que no los respeten. Pero ya se sabe cuál es el resultado. Surge el mercado negro, más o menos encubierto, y el encarecimiento de todos los productos continúa sin pausa. Los voceros del Gobierno se esfuerzan por dar la impresión de estar furibundos con tal estado de cosas. Declaran estar haciendo todo lo posible por “controlar la inflación”. ¿Acaso no dan pruebas de compartir a pie juntillas el sentir general, al arremeter tan severamente contra la “cabeza de turco” de las amas de casa?

Como tantos otros gobiernos demagógicos, también la dictadura de Velasco culpó a las “mafias” del encarecimiento causado poi' su propia política. Se contentaba –y complacía– con manifestar públicamente su resolución de acabar con los “especuladores”.

Los políticos, aunque vistan uniforme, parecen imaginarse que basta con gestos que sirvan para satisfacer la cólera de todos, o, si se quiere, el ansia de venganza contra los autores aparentes de tanto daño. Y, por un tiempo, no es un mal truco político. Al menos, consiguen que se oiga a veces decir: “Bien hecho que multen a los ‘especuladores’. ¡Ojalá los pongan presos! ¡Que paguen por lo que nos están haciendo!”.

Consta a todos que tales decretos no son sino una farsa. No sólo no impiden el encarecimiento sino que diríase que aún lo empeoran. Mientras no haya en venta cantidades suficientes para satisfacer a todos los compradores que acudan a los mercados, los precios subirán sin cesar. Al final de cuentas, al gastar entre todos ellos la misma suma de siempre, y al lograr comprar, entre todos, menos artículos que antes (ya que los vendedores no pueden vender más cosas que las que realmente tienen para ofrecer), el precio por unidad se eleva fatalmente. Se trata, pues, de un límite rígido que no hay cómo burlar. Y el dinero no se estira entonces, sino, por el contrario, se encoge y pierde su valor de compra.

Las malas cosechas causan encarecimiento, aunque se declaren precios topes oficiales para los alimentos, y a despecho de los controles e “inspectores” del Gobierno, y, a pesar de todos los decretos que puedan lanzar las autoridades y de todas las multas y castigos que quieran imponer.

Por el contrario, cuando hay una gran cosecha, los precios se derrumban a niveles aún inferiores a los fijados oficialmente. Y así ocurre sin ningún esfuerzo, porque, ante la abundancia, en las negociaciones en los mercados entre vendedores y compradores, estos últimos tienen, como se dice vulgarmente, la sartén por el mango. Si en un puesto no satisfacen sus deseos de pagar menos, pues entonces se van a otro puesto. Pueden estar seguros de encontrar, por dondequiera, a vendedores que no saben qué hacer ante ofertas de compra a precios cada vez más bajos, con el temor de encontrarse al final, si no bajan los precios, con sobrantes que no hayan logrado vender.

La experiencia nos muestra que los precios fluctúan de acuerdo a la situación de abundancia o escasez en el mercado. No se trata, de algo inexplicable, sino de la cantidad de artículos en venta, en comparación, con el dinero del que disponen los compradores.

Ahora bien, decir que una gran cosecha de cualquier producto hace bajar su precio, significa en realidad que esa abundancia deprime el valor de tal artículo con relación a los demás. Por ejemplo, si antes bastaba 100 sacos de papas para comprar 100 sacos de maíz, cuando una gran cosecha haya aumentado la cantidad de papas, y hecho bajar consecuentemente su precio, el productor de papas tendrá que vender una cantidad mayor de éstas para comprar la misma cantidad de maíz.

Esta ley económica inmutable afecta el valor de todo lo que exista en abundancia. Ni el dinero escapa de tal regla. Si entra en funcionamiento lo que simbólicamente se ha dado en llamar la “maquinita” para emitir billetes, es decir, para aumentar la cantidad de dinero en circulación, entonces bajará también el valor de compra del dinero mismo. En otras palabras, ocurrirá al dinero lo que acabamos de decir respecto de las papas, y se necesitará más dinero que antes para comprar igual cantidad de cualquier otra cosa: papas, maíz, vestido, calzado, etc.

En suma, cuando aumenta la cantidad de dinero en manos del público, los precios suben, o, lo que es lo mismo, se deprime el valor del dinero en relación a todo lo demás. Así es cómo se deprecia el dinero; así es como todo se encarece.

Cuando no aumenta el monto del dinero circulante, no hay razón para que el nivel de precios suba. El costo de vida se mantendrá estable cuando la cantidad de dinero en circulación se mantenga también estable, en equilibrio con el volumen de bienes ofrecidos y, por tanto, con el nivel general de precios.

Se rompe ese equilibrio si aumenta el dinero en circulación. Entonces los precios subirán hasta restablecerse el equilibrio a un nivel más alto, es decir, mediante el alza consiguiente en el costo de la vida.

Pero si continúa en aumento el circulante, entonces tampoco cesará el alza de los precios y se producirá la inflación, que es lo que sucede precisamente en el Perú en estos últimos años.

Sin embargo, el Perú ha tenido, hace no mucho tiempo, una verdadera lección que no deberíamos haber olvidado y que ahora es urgente recordar. En los pri-meros años del segundo gobierno de Manuel Prado, con un presupuesto desequilibrado por el exceso de gastos en relación a los ingresos públicos, el Tesoro vivía de la “maquinita”; es decir, de la emisión constante de billetes. El encarecimiento consiguiente desacreditó cada vez más al Gobierno. Fue para tratar de evitar que la crisis siguiera su curso hacia un desenlace fatal, y por tanto, necesariamente para detener la inflación, para lo que el Presidente Prado me llamó a la jefatura del Gabinete en 1959.

Con ese fin, lo primero que se hizo fue equilibrar el presupuesto y poner término a la costumbre entonces también inveterada de tratar como ingreso normal del Tesoro Público los “préstamos” del Banco Central de Reserva. La “maquinita” impresora de billetes era la única fuente de recursos que el Banco podía ofrecer al Gobierno para pagar el déficit del presupuesto; y la inflación provenía de este aumento, siempre creciente, del dinero en circulación.

En una de mis primeras declaraciones en el Parlamento, tras haber puesto fin a las emisiones de billetes, dije que esperaba que no tardaría mucho más de un año en estabilizarse el costo de la vida. ¡Pero me equivoqué! sólo habían pasado nueve meses cuando el costo de vida dejó de subir y se restableció el equilibrio entre la cantidad de dinero en circulación y el nivel general de precios. La estabilidad alcanzada había parecido imposible a los que, sin entender el problema económico, creían que el intento de poner fin a la inflación habría de fracasar.

El notable economista Wilhelm Ropke, antiguo amigo mío, visitó Lima por entonces. En una de sus conferencias, al exponer sus ideas sobre este mismo asunto, manifestó que no debía sorprender que se pusiera fin a la inflación si se atacaba su verdadera causa. Por tanto, concluyó, “eso de hablar del milagro alemán, el milagro de Ludwig Erhard, y ahora el milagro de Pedro Beltrán en el Perú, no pasa de ser una tontería”. No se necesitan milagros en economía si no se menosprecia el sentido común.

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