martes, 20 de diciembre de 2011

Pedro Gerardo Beltrán Espantoso

Mi primera visita al Ministerio de Hacienda

Apenas acepté el compromiso de ser el ministro de Hacienda y sin esperar a jurar el cargo, mi primer paso fue ir al local del Ministerio a conversar con director del Tesoro, una excelente persona, que inspiraba toda confianza. Yo quería que me informara exactamente de cuál era la situación entonces del Tesoro Público, y, por supuesto, que me explicara el procedimiento por el que se acostumbraba a recurrir al Banco de Reserva; en otras palabras, el funcionamiento de la “maquinita”.

Mi primera pregunta al tesorero era, naturalmente: “¿Cuál es hoy la situación en cuanto al pago de la próxima quincena?” Me refería a la fecha de los sueldos de los empleados públicos. El me respondió: “Lo de siempre. La quincena se vence dentro de muy pocos días, y aunque a usted no va a gustarle (porque sabía exactamente lo que había dicho al respecto La Prensa), habrá que sacar del Banco de Reserva entre 170 y 180 millones de soles”.

Volví a preguntarle: “¿Por qué esa cifra exactamente?”.

Contestó: “Porque esa es la suma que se necesita para efectuar los pagos impostergables, aun después de deducir los ingresos probables. Por supuesto, hay muchos más millones pendientes de pago, pero, según lo que se acostumbra, la cifra que necesito es la que acabo de mencionar”.

Lo que sugerí fue analizar juntos, él y yo, los pagos que tenía en mente, uno por uno. De ese análisis resultó que, en realidad, para atender sólo la quincena, es decir, lo verdaderamente impostergable, se necesitaban únicamente 48 millones de soles.

El pago de los sueldos de los empleados públicos no puede demorarse. Ellos y sus familias necesitan esas sumas para subsistir. Le dije al tesorero: “En adelante no haga usted pago alguno sin tener en la mano la cantidad necesaria para atender la planilla de la semana siguiente. Cuando usted tenga esa suma, si hubiera además un saldo disponible, entonces examinaremos juntos los demás pagos pendientes para decidir cuáles deben atenderse preferentemente”. Y agregué: “Bien entendido que será la última vez que se pida un centavo al Banco de Reserva, después de los 48 millones de soles que tendremos que pedir. Olvídese de ese desgraciado Banco que ha hecho tanto daño con la ‘maquinita’. Mientras yo esté aquí, no volveremos a recurrir a él ni por un centavo”.

Vi claramente en su expresión que me compadecía por mi ingenuidad. La experiencia le había enseñado que la realidad era muy distinta. Este recto, honrado funcionario, acostumbrado durante muchos años a vivir la situación de un Tesoro con permanente déficit, nada me dijo, pero debió creerme un verdadero iluso.

En realidad, la resolución de no acudir al Banco de Reserva era absolutamente imprescindible si se quería poner fin a la inflación, pero no solucionaba, por sí misma, la causa del problema, a saber, el presupuesto deficitario que llevaba al Gobierno continuamente a pedir al Banco que pusiera en marcha la “maquinita”.

Mientras no se pusiera fin a la situación de un presupuesto con gastos muy superiores a las entradas del Tesoro, que dejaban un déficit cada vez mayor, sería imposible evitar el creciente deterioro de la situación. En el Perú, el proyecto de presupuesto debe ser enviado a las Cámaras Legislativas antes de fin de agosto. Como estábamos en la segunda mitad de julio, quedaban pues muy pocos días y no había que perder ni un minuto.

El pliego de cada Ministerio debe ser elaborado de acuerdo con el respectivo ministro. Era allí donde se anticipaban las dificultades mayores. Por eso, como ya he dicho, si bien la opinión pública veía con satisfacción un cambio en la política fiscal, eran muy pocos los que tenían confianza en el éxito de este empeño.

Se pensaba que esta dificultad, sería aún mayor en los pliegos de los institutos armados, porque se suponía que era gente muy difícil y en situación de mantener sus pretensiones de mayores gastos. Por el contrario, mi primera experiencia fue sumamente alentadora. Encontré al frente de los institutos armados a verdaderos patriotas, dedicados a su función, con el único propósito de servir a su país sin pretensiones políticas.

Querían dar al Perú un ejemplo de verdadera y completa dedicación al cumplimiento del deber constitucional de garantizar el orden de las instituciones con el máximo celo, manteniéndose a la altura de su deber profesional.

No solamente me alentaron con sus consejos y su colaboración en alcanzar el equilibrio del presupuesto, sino que fueron un ejemplo para los demás ministros.

Para llegar a un acuerdo sobre cada pliego presupuestal, no fueron necesarias, pues, largas ni difíciles discusiones. En realidad, la actitud de los ministros, fue muy distinta a la que esperaba la opinión pública. En general, tampoco los políticos crearon situaciones difíciles. No encontré gente empeñada en que se mantuvieran cifras que hubieran satisfecho sus aspiraciones.

La labor no resultó tan ardua como se me había anunciado. Se sentía en el ambiente el deseo de poner la casa en orden y de evitar un trastorno que hubiera barrido con el orden constitucional y con el régimen democrático.

Lo mismo ocurrió con el proyecto de presupuesto que se mandó a las Cámaras dentro del plazo fijado. Hay que tener en cuenta que éste era mi primer contacto con los parlamentarios que habían sido responsables de los presupuestos que, con tanta franqueza y claridad, había criticado La Prensa, mientras yo había sido su director.

Yo no había tenido antes mayor oportunidad de tratar a los políticos en su terreno y ahora, por primera vez, en su medio, que me era extraño. Mi entrada en el Gobierno como ministro de Hacienda y presidente del Consejo de Ministros fue, en realidad, una nueva y esclarecedora experiencia para mí. Antes había creído conocer muy bien a mi país, pues había estado por todas las regiones y eran pocos los lugares que no conocía. Ahora comenzaba a darme cuenta de ser extraño a algo tan importante como el mundo político. ¡Cuánto tenía que aprender! Y, ¡cuánto aprendí en ese medio hasta entonces desconocido para mí!

Había estado, en otras ocasiones, en contacto con ciertos aspectos de la política, pero nunca había tenido la oportunidad de vivir, por decirlo así, en medio de ella. En realidad, sólo había participado en el intento de formar lo que se llamó entonces el Partido Nacional Agrario, en tiempo de Benavides, cuando no había ni Parlamento ni elecciones. Luego intervine también en el Movimiento Cívico Independiente. Fueron, en realidad, sólo excelentes oportunidades para un estudio de lo que debería ser un programa político.

En ninguna de esas ocasiones había hecho una activa vida política en contacto, pugna o cooperación con los partidos políticos a tiempo completo. Entré, pues, como un novicio, sin preparación previa, a una nueva vida.

Siempre había creído que todo funcionario público debería ser imparcial y aplicar la ley de igual manera para todos, sin excepciones ni preferencias personales ni de grupo. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de advertir que esto era precisamente lo que me haría impopular. Era evidente que cada uno reclamaba y esperaba una excepción en su favor, y que mi trato igualitario para con todos traería resentimientos muy hondos.

Hasta entonces, cualquiera que tenía una razón o un pretexto para no pagar al Gobierno, presentaba un reclamo. Bastaba que el reclamo no se resolviera -lo que no era difícil con un poco de influencia- para que entonces nada se pagara. Uno de mis primeros decretos fue aplicar el adagio latino de derecho, según el cual “primero se paga y luego se reclama” (solve et repete).

Fue así también como consolidé e hice definitiva la aversión en contra mía del diario El Comercio, que puso el grito en el cielo. Supe después que debía al Tesoro varios millones de soles. Nunca perdonaron que selles tratara igual que a los demás. Después de todo, durante tres generaciones, los propietarios de ese diario se habían acostumbrado a gozar de un régimen especial de privilegio. A nadie debe sorprender una reacción tan humana.

Un parlamentario que ocupaba una situación excepcional fue felicitado porque, con mi ascenso a la jefatura del Gabinete, él tendría entonces al frente del Gobierno a un amigo de toda la vida. Pero, con la cara más bien larga, respondía: “Es vaca que no da leche”.

Un ejemplo ilustrativo de la situación es lo que ocurría con los permisos de importación de automóviles sin pagar derechos. Obtener uno de tales permisos, no era problema para los miembros de las Cámaras, con cuyo apoyo quería contar el Gobierno. Resolví poner fin a semejante práctica y es fácil comprender la reacción que estalló.

Vino a verme un representante para exigirme que hiciera una excepción en su caso, que se justificaba en su opinión, ya que tenía que hacer larga cola para tomar el ómnibus del suburbio donde vivía. Le contesté que comprendía su problema, pero que con servirlo a él no resolvía el mismo problema de toda la gente que se encontraba en situación idéntica y que hacían las mismas colas codo a codo con él.

Como mi actitud no era “política”, en la Cámara se llegó a redactar un proyecto de interpelación en el que se exigía que se concediera a todo diputado que lo solicitara, la liberación de derechos a la importación de automóviles. Al saber esto, reaccioné diciendo que ello equivaldría a servirme en bandeja la oportunidad de un triunfo político para mí, así como una censura general para ellos. Evidentemente, esto les hizo desistir de su propósito, pues echaron a la canasta el proyecto de interpelación que ya tenía muchas firmas. Así quedó en pie mi negativa de otorgar la liberación de derechos.

El propio Presidente, Manuel Prado, quien jamás me había recomendado liberación de derechos a favor de nadie, al conocer este incidente me dijo: “¡Qué rico tipo eres! Sólo a ti puede ocurrírsele aumentar tus dolores de cabeza negándoles la liberación de derechos”. Con estas palabras ni aprobaba ni desautorizaba mi actitud, pero daba su opinión de experimentado político.

En realidad, no son únicamente los políticos quienes reclaman tratamiento especial en su favor. Esas exigencias provienen de todos los sectores. Por eso hay que estar preparado a hacer frente a mucha oposición en la función pública cuando uno se propone que la misma regla sea aplicada a todos, independientemente de su situación en el mundo político, económico o social.

Mi primera y gran decepción en la vida pública, fue comprender cuán pocos aceptaban que la conducta de las autoridades debe ceñirse siempre a las estipulaciones de la ley. Mucha gente piensa sólo en su interés personal, sin tomar en cuenta la desorganización y la desmoralización que resultan de no acatar las leyes y reglamentos en vigencia.

Si hubiera de acceder a todos los favores que se solicitaban se llegaría muy pronto, como yo decía a los que trataban de valerse de influencias, que más corriente serían las excepciones que la aplicación del texto expreso de la ley. ¡Qué difícil es en semejante ambiente lograr el desenvolvimiento ordenado del proceso administrativo del Estado!

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