martes, 20 de diciembre de 2011

Pedro Gerardo Beltrán Espantoso

Obras, obras... y más obras

Estas eran las palabras que, como amistoso consejo, recibían los virreyes españoles a su llegada de Lima, según relata Ricardo Palma en una de sus Tradiciones Peruanas.

Las cosas no deben ser ahora muy distintas. La variedad de posibilidades es muchísimo mayor. Además, raro ha de ser el nuevo gobernante que necesite de muchos empujones para poner en marcha un programa espectacular de obras. En general, quien llega a las alturas quiere impresionar y entretener a la opinión pública. Si es botarate, pone manos a la obra sin pérdida de tiempo. Y comienza el derroche con el dinero que pueda tener el Tesoro Público.

Después de todo, se tiene la impresión de que ese dinero no pertenece a nadie en particular. Entonces, ¿por qué no gastarlo?

Hay, sin embargo, quienes reconocen que ese dinero es del país y que, por tanto, es sagrado. No puede emplearse en cualquier cosa. Hay que estudiar minuciosamente cada iniciativa. Por eso, antes de emprender una obra hay que conocer el costo y las fechas en que se irá gastando el dinero.

Un empréstito supondría hacer las previsiones presupuestales para el pago de intereses y amortizaciones hasta su total cancelación, siempre con el cuidado indispensable de no causar un déficit en el presupuesto.

Ahora bien, si la situación fiscal no permite hacer frente a los desembolsos previstos, ¿no sería posible introducir suficientes economías en los demás presupuestos de los distintos Ministerios para obtener así la suma requerida?

Pero, los gobernantes, empeñados en gastar sin límite, no toman en consideración alternativas de esta índole. En cambio, ¿qué hacen? Pues sacan nuevamente la “maquinita” que todos creían descartada para siempre. La recogen del muladar donde había sido arrojada, y se ponen alegremente a imprimir billetes. Así, pueden gastar todo lo que quieran. Basta para ello hacer funcionar la “maquinita” el tiempo que sea necesario.

Pero el trabajo de la “maquinita”, la impresión de billetes, no puede producir beneficio alguno para los peruanos. No puede crearse algo de la nada; pero eso es precisamente lo que el Gobierno pretende hacer cuando imprime billetes.

Como ya hemos visto, ocurre con los billetes lo mismo que con cualquier otro producto. Cuando abundan y llegan a manos de los compradores, éstos están en situación de pagar más por cada cosa; y entonces viene el forcejeo, la competencia entre todos. Resulta al fin que, por haber más dinero, éste fatalmente se desprecia. El dinero vale menos; se necesita más dinero para comprar lo mismo que antes.

En vez de producirse la bonanza que traen al pueblo las cosechas abundantes, la gran producción de billetes por la «maquinita» no hace sino empobrecer a todos al encarecer cada vez más el costo de la vida.

Para comprender bien el problema, hay que tener presente que los impuestos no hacen sino privar a los contribuyentes de parte de su bien ganado dinero. Los gobiernos no gastan entonces ni un centavo más de lo que habrían gastado los particulares si no hubiesen sido desposeídos por los impuestos. Por tanto, la demanda en los mercados continúa siendo la misma. En vez de gastar los particulares, gasta el gobierno. Y eso es todo. No interviene aquí la imprenta para crear dinero que no represente algo producido. El valor de compra de la moneda no se desprecia. No surge la inflación y no encarece la vida.

Pero, en general, los impuestos no son del agrado de los gobernantes. No pueden hacerlos producir a su antojo todo el dinero que desean. Y los impuestos son públicos, todo el mundo sabe de su existencia, y quienes tienen que pagarlos, se quejan y hasta protestan, fuera de disuadir a quienes proyectaban hacer nuevas inversiones.

Si se elevan demasiado, hasta pueden llevar a negocios a la quiebra y al cierre, con la desocupación consiguiente; para evitarlo, habría que recurrir a los subsidios como en Yugoslavia. Es decir, que por un camino o por otro, se llega a la “maquinita” que proporciona a los gobernantes todos los billetes que quieran, sin que nadie tenga que enterarse de ello.

Mientras funcione la “maquinita”, resultará imposible calcular la cantidad de dinero que se necesitará para la ejecución de un proyecto, porque todo irá costando más cada día que transcurra, en un proceso de encarecimiento acelerado.

Sin embargo, los voceros del Gobierno dirán que han concertado la debida financiación de la obra, como si no fuera obvio que su valor anticipado va a terminar multiplicado varias veces y a resultar, por tanto, en más horas de funcionamiento de la “maquinita”. En fin, ha de ser un círculo vicioso.

La “maquinita” no produce nada útil para el ser humano. Sólo produce billetes con que el Gobierno hace frente a sus gastos. El Gobierno es un comprador en gran escala que sólo consume y nada produce.

¿Y de dónde sale lo que compra con esos billetes? Pues de lo que dejan de consumir los peruanos. De un lado, la emisión de billetes da al Gobierno los medios de compra y del otro, y al mismo tiempo, hace que todos los peruanos anos compren menos, ya que el encarecimiento les impide seguir comprando lo mismo que antes.

Es un dicho bien conocido que “del cuero salen las correas”. Mejor sería que “del cuero tienen que salir las correas”.

La “maquinita” no produce otra cosa que billetes que van todos a manos del gobierno. Esto hace que éste se lleve la parte del león a expensas de todos los buenos peruanos que cada día tienen que consumir menos porque el dinero no les alcanza para seguir comprando como acostumbraban.

Esto debería saberlo todo el mundo. Desgraciadamente, como el pueblo no comprende la causa de lo que está pasando, no levanta la protesta que sería necesaria para obligar al Gobierno a cambiar de política.

Cuando un hombre pobre que apenas tiene con qué vivir, ve las lujosas e imponentes oficinas en que el Gobierno ha estado gastando millones de billetes, ¡qué pensaría si supiera que su propia situación ha sido agravada por la contribución personal que, sin saberlo, ha tenido que hacer a tanto gasto!

El alza general de los precios por obra de la inflación excede en mucho al más cruel e indiscriminado de los impuestos.

No debe olvidarse que sus efectos se agravan conforme se acelera la inflación, que puede llegar a los extremos que alcanzó después de la Primera Guerra, en Alemania, donde se podía ver en los mercados a compradores con carretillas llenas de billetes para hacer únicamente sus compras del día.

La inflación, y esto es lo más grave, afecta más seriamente a la gente de menos recursos. La razón es sencilla: las clases más necesitadas dedican a la compra de alimentos un porcentaje muy grande de sus entradas, al extremo, en ciertos casos, de disponer apenas de lo suficiente para satisfacer su hambre.

Casi siempre es posible postergar otros gastos, por ejemplo, en la compra de vestidos y zapatos. Pero la alimentación no puede postergarse en caso alguno. Es la primerísima necesidad y requiere atención cada día.

Más grave todavía es la alimentación deficiente durante los primeros diez años de la vida. En esa edad, se desarrollan no sólo los sistemas orgánicos y la musculatura y el esqueleto, que dan salud y apariencia física, sino también las células del cerebro de que depende la capacidad intelectual del individuo.

Ahora bien, según la opinión unánime de los principales especialistas del mundo en este campo de la ciencia, a esa temprana edad se decide el desarrollo intelectual. La desnutrición infantil lo afecta adversa e irreparablemente. Cuanto se haga después para compensar la deficiencia intelectual que resulta de esa falla, nunca podrá alcanzar el debido desarrollo de las células cerebrales, empobrecidas ya para el resto de la vida.

Todo esto debiera tenerse en cuenta antes de embarcar a un país en la aventura inflacionista, que suele empezar con emisiones de billetes hechas por gobernantes empeñados sólo en llevar adelante cualquier proyecto, sea cual fuere su costo.

Nada es tan tentador, ni tan pernicioso, como la facilidad con que se puede obtener cualquier cantidad de dinero de la “maquinita” con sólo hacerla funcionar pocas o muchas horas, según sea necesario, hasta tener impresos todos los billetes que se requiera.

La tentación es mayor si se entromete la corrupción administrativa. Muchas obras no sólo son postergables, sino absolutamente innecesarias y hasta inconvenientes, cuando son ejecutadas sólo porque quien se hace cargo del contrato, podría ofrecer una suculenta comisión a algún influyente.

Es muy ilustrativa una anécdota que se cuenta de un dictador sudamericano. Uno de los ministres, cuya reputación no era precisamente la de un hombre honesto, insistía porfiadamente en la urgencia de una de tales obras costosas pero indeseables. Harto ya, el dictador, que le conocía muy bien, le dijo un día: “Vamos a ver, Perencejo, ¿cuánto va a costar la obra?”. “Doscientos millones, mi general”. “¿Y cuánto hay para ti?”, siguió el dictador. Con fingida inocencia dijo el ministro: “¿Cómo dijo, mi general?”. “Vamos, hombre, tú me entiendes. ¿Cuánto es tu comisión?”. “Bueno, tal vez diez millones”.

El dictador, según el cuento, zanjó el problema así: “Toma tus diez millones y el país se ahorra los otros ciento noventa”.

Aunque la inflación se origine en obras útiles, realizadas con las mejores intenciones por políticos honestos, el resultado es el mismo.

En cuestiones económicas, los resultados de una política, sea buena o mala, demoran bastante tiempo en hacerse evidentes.

Un buen esfuerzo por equilibrar el presupuesto y evitar así todo pretexto para poner en acción la “maquinita”, puede suscitar mil protestas contra las economías que haya que introducir antes de que la inflación se detenga y el nivel de precios se estabilice.

De igual manera, las emisiones de billetes pueden facilitar mucho dispendio sin que nadie proteste durante el tiempo que transcurre, antes de que el encarecimiento de la vida cause la queja general. El desprestigio de los gobernantes responsables de la inflación tiene que llegar sin falta, pero no sin demora.

Sumergidos en discusiones ideológicas, interminables, tediosas e inútiles, los políticos en general tienden un manto de olvido sobre las primeras necesidades del pobre pueblo y, sobre todo, del pueblo pobre.

Voy a precisar aún más. Tanto la derecha cavernaria como la izquierda extremista se solazan con la injuria entrecruzada. Están más pendientes de desprestigiarse mutuamente que en resolver los ingentes problemas del país.

De estos tenemos buenos ejemplos en el Perú de la dictadura, donde se alcanzó límites insospechados en la ociosa pugna política. Y mientras tanto, la mayoría popular silenciada y silenciosa, ha visto cómo los encaramados al poder pasaron y pasan de largo sobre lo único que verdaderamente debería preocuparles, como es atender sus primeras y urgentes necesidades.

¿De qué les sirve a esos millares de seres olvidados que la derecha sea execrada por la izquierda y que la izquierda sea insultada por la derecha? Palabras y palabras incoloras y confusas no llenan el plato del pobre en su mesa.

Los gobiernos deberían pensar antes que nada en el bienestar del mayor número, objetivo al que debería propender toda acción de buena política. Sólo produciendo en abundancia, y a precios estables, todo cuando el hombre necesita, es que se contribuye realmente a su bienestar.

Los trabajadores sindicalizados hacen esfuerzos por conseguir aumentos de salarios con los que puedan compensar el encarecimiento de la vida. Con ese fin se privan del salario de varios días al llevar a cabo huelgas hasta obtener satisfacción a sus reclamos, en todo o en parte.

Pero sus esfuerzos se convierten en mera ilusión cuando la constante alza de precios, es decir, la depreciación del valor de la moneda, hace que cada día puedan comprar menos con el dinero que ganen, aun después del aumento que hayan podido conseguir en sus salarios.

De allí que tiene importancia enorme que se comprenda qué es y en qué consiste la inflación, cuál es su causa, cómo encarece la vida. Porque sólo la presión de todos los sindicatos, y del pueblo en conjunto, en acción resuelta, podrá lograr que los gobernantes se rindan ante las exigencias populares y pongan término al crimen que significa toda política inflacionista.

Mientras la opinión pública no esté convencida y decidida en este sentido, los gobiernos tendrán mil usos para la “maquinita”, que parece, por los menos, desde las alturas del poder, el medio más fácil para seguir gastando mucho más dinero de lo que permiten las entradas del Tesoro Público.

Obligatorio para todo gobierno debería ser que, antes de emprender un gasto, explicara detalladamente al país de dónde va a salir el dinero necesario para tal o cual programa, obra o compra.

Los gobiernos pueden hacer todas las declaraciones que quieran contra el alza de los precios y sobre su propósito de poner término a la inflación. Pero, mientras sigan haciendo funcionar la funesta “maquinita”, que es la única y verdadera causa del encarecimiento, continuarán condenando al pueblo a la miseria.

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